Por Salvador Capote
En
noviembre de 2008 una gran parte del pueblo norteamericano estalló de
júbilo con el triunfo de Barak Obama. Había resultado electo el primer
presidente negro de Estados Unidos y Obama se convertía en poderoso
ejemplo de que un miembro de las minorías podía alcanzar las cumbres más
altas de la política en los –hasta ese momento- círculos de poder
exclusivos para blancos de la democracia estadounidense. Su victoria
mejoraba, además, la muy maltratada imagen de Estados Unidos en el
exterior.
El
júbilo estaba, por tanto, justificado, pero muchos, por ingenuidad o
por exceso de optimismo, quisieron ir más allá y consideraron que la
llegada al poder del primer presidente negro significaba nada menos que
el final de cinco siglos de racismo. En lo adelante, no existiría la
discriminación racial, se alcanzaría al fin la igualdad proclamada más
de doscientos años antes por la Constitución y blancos y negros vivirían
en la armonía y la paz de una era transracial.
Sin
embargo, cuatro años después, los negros siguen realizando los peores
trabajos y recibiendo los salarios más bajos, sufriendo tasas de
desempleo desproporcionadamente altas, viviendo en las peores casas y en
los peores barrios, enviando a sus hijos a las peores escuelas,
recibiendo la peor (o ninguna) atención médica, con la menor esperanza
de vida y la mayor tasa de mortalidad infantil, y poblando, junto a
otras minorías, las cárceles del país.
La
decepción se produce por no entender que el triunfo de Obama se debió
esencialmente a coyunturas electorales y no a cambios fundamentales en
el entramado socio-económico de la nación. El “establishment” no sólo
permanence intacto sino más permeado por la reacción y el fascismo que
nunca antes.
Parte
de lo que sucede es que el voto negro y el hispano adquieren cada vez
mayor importancia, y ambos partidos, Demócrata y Republicano, realizan
crecientes esfuerzos para lograr su apoyo en las urnas.
En
las últimas nueve administraciones, a partir de Lyndon Jhonson
(1963-1969), por lo menos un afro-norteamericano ha formado parte del
gabinete presidencial. Dos en el de George W. Bush: Condoleeza Rice y
Colin Powell. Conste que el color de la piel no se relaciona
necesariamente con posiciones ideológicas liberales o progresistas;
casi todos los afro-norteamericanos que acceden a cargos electivos
importantes o a elevadas responsabilidades administrativas, proceden de
las universidades (“Ivy League”) donde estudia la élite del poder en
Estados Unidos.
Aunque
en menor grado que el partido Demócrata, el partido Republicano ha
seguido también la línea de nominar a candidatos negros para algunos
cargos importantes. Seguramente como reacción al triunfo de Obama, fue
nombrado en 2009 Michael Steele como presidente del partido. En 2010 Tim
Scott se convirtió en el primer congresista republicano negro por
Carolina del Sur, y en la Florida resultó electo Allen West, favorito
del “Tea Party”, quien se define a sí mismo como “extremista de
derecha”.
La
elección de algunos candidatos negros no significa que hayan
desaparecido los prejuicios raciales, sino la necesidad de los partidos
de no presentar una imagen racista que podría enajenar el voto negro. En
algún que otro caso particular han entrado en juego, además,
consideraciones económicas que han coadyuvado a soslayar la cuestión
racial, lo cual constituye, debemos reconocerlo, un paso de avance con
respecto a otras épocas en que, bajo ninguna circunstancia, un negro
podía ser elegido para cargos importantes. Siempre que sean muy pocos y
sus credenciales conservadoras estén bien reconocidas, los
afro-norteamericanos son bienvenidos para ocupar altas posiciones, pero
una vez llena la cuota necesaria para una imagen no racista, las bases
mayoritariamente blancas del partido Republicano se intranquilizan y la
puerta se cierra para nuevos aspirantes.
Obama
ganó la presidencia porque el electorado negro votó masivamente por su
candidatura (95 %) pero no obtuvo la mayoría de los votos de los
electores blancos (43 % contra 55 % McCain). Son, además, muchos los
factores que influyen en una votación. Las guerras iniciadas por Bush,
el desastre económico que dejó en herencia, y la mediocridad de la
fórmula John McCain/Sarah Palin, entre otros, indujeron a numerosos
electores blancos a votar por Obama. Lo que demostró la elección
presidencial de 2008 es que una parte sustancial, pero no mayoritaria,
del electorado blanco, estaría dispuesta a votar a favor de un candidato
negro bajo determinadas circunstancias, que pueden o no estar presentes
en futuras elecciones.
Una
de las características principales de la presidencia de Obama continúa
siendo la notable polarización racial entre sus partidarios y
opositores. Una encuesta Gallup realizada durante la campaña electoral
de medio término de 2010, reveló que su gestión presidencial era
aprobada solamente por el 37% de los blancos, mientras que entre los
negros se mantenía por encima del 90 %.
La
imagen de Obama de esperanza y cambio, que como el Pangloss de
Voltaire saludó el mundo en 2008 con ingenuo optimismo y le situó en el
Olimpo de los Nobel de la Paz, se ha ido desmoronando inexorablemente.
Sus promesas incumplidas o a medio cumplir con respecto a la
continuación de las guerras, Guantánamo, reforma migratoria, nivel de
empleo etc., minan el entusiasmo de los sectores progresistas, de
cualquier etnia o color de piel, que conforman una parte importante de
su base social de apoyo.
Su
tratamiento o, mejor, su no tratamiento del problema racial es, sin
duda, la mayor frustración de la gran masa de afro-norteamericanos que
confiaron –y aún confían- en él. Obama rehuye el enfrentamiento de la
cuestión racial y cuando se ve obligado a ello, lo hace de modo que no
intranquilice a sus electores blancos.
En
asuntos medulares como el desempleo y la política hiper-punitiva que
llena de afro-norteamericanos las prisiones y corredores de la muerte,
Obama rechaza su tratamiento específico como problemas que afectan
principalmente a las minorías y siempre se muestra partidario de
considerer que atañen a toda la población y requieren por tanto
soluciones generales. El presidente se adhiere al viejo y desacreditado
mito neoliberal de que elevando el bienestar de toda la sociedad se
eleva necesariamente el de las minorías desfavorecidas. En realidad, lo
que sucede generalmente es que la oligarquía se lleva no solamente todo
el pastel sino también las migajas. En el major de los casos, cuando la
economía mejora, el aumento no proporcional de la riqueza entre las
distintas clases sociales da por resultado que se acentúan las
desigualdades.
A
pesar de todo, la percepción generalizada entre los
afro-norteamericanos es que el solo hecho de que un negro haya logrado
convertirse en presidente de Estados Unidos es un cambio social tan
gigantesco que tratar de promover otros cambios podría ser, por ahora,
demasiado riesgoso. Obama se identifica como negro, muestra con orgullo
su ascendencia africana y proclama su pertenencia al sector
afro-norteamericano de la población. No es necesario más. Tiene
asegurado su puesto en la historia y mientras mantenga la dignidad de su
cargo, por frustrante que sea su actuación, contará masivamente con el
voto negro.
Lo
más notable realizado por Obama desde el punto de vista étnico, racial y
de género es lo que se ha llamado “diversificación”. Ningún otro
presidente ha nombrado en cargos importantes a tantas mujeres, negros e
integrantes de minorías, decenas de ellos como jueces federales. Obama
nombró a la primera mujer latina como jueza de la Corte Suprema de
Justicia y, por primera vez, negros en los cargos de Fiscal General y de
Administadores de la Agencia de Protección del Medio Ambiente
(“Environmental Protection Agency”) y de la NASA, entre otros.
Pero
la “diversificación” solamente roza la periferia del problema racial
del país. Ni siquiera un cese inmediato y total de la discriminación
–objetivo inalcanzable bajo un régimen capitalista- puede llegar a la
raíz de un sistema de opresión mantenido mediante la violencia durante
medio milenio. Porque la discriminación racial, a pesar de su feo
rostro, no es la causa primaria de las profundas desigualdades en la
sociedad norteamericana. Los privilegios de clase y los siglos de
exclusión de las minorías raciales no se resuelven con simples medidas
administrativas o leyes que únicamente regulan los procedimientos.
Si
se necesita un ejemplo de como los intereses clasistas se anteponen a
los objetivos de justicia racial, recordemos que la administración Obama
decidió boicotear, en abril de 2009, la Conferencia Mundial contra el
Racismo de la Organización de Naciones Unidas (ONU), debido a
presunciones de que la conferencia se manifestaría abiertamente en
contra de Israel.
Se
espera que en noviembre el voto de los jóvenes y de las minorías
resulten de nuevo decisivos. El partido Republicano y, en particular, el
movimiento “Tea Party”, parecen estar decididos a impedir un nuevo
triunfo de Obama. Es por este motivo que en 15 estados han logrado ya
la promulgación de leyes que obligan a la presentación, en el acto de
votar, además de la tarjeta de votante, una identificación emitida por
el estado. Estas y otras leyes tienden a reducir considerablemente el
número de votantes jóvenes, pobres y afro-norteamericanos que –como se
sabe- votan en su mayoría por los candidatos demócratas.
El
“Bremen Center for Justice”, de la Universidad de Nueva York, estima
que debido a estas nuevas leyes unos cinco millones de electores serán
privados de su derecho a votar. El 25 % de los afronorteamericanos –de
acuerdo con el “Bremen Center”- no posee identificación oficial del
estado. En conjunto, los estados donde ahora se exige este requisito
suman 171 votos electorales, 63 % de los 270 que se necesitan para ganar
la presidencia.
El
Fiscal General, Eric Holder, y el Departamento de Justicia, han
presentado demandas en las cortes contra los estados que tratan de
implementar estas leyes, especialmente en la Florida, donde se realiza
actualmente una purga racista de los registros electorales con el
pretexto de evitar que ex convictos acudan a las urnas.
Holder
afirmó el miércoles 30 de junio en la Consulta Anual del Caucus Negro
del Congreso (“Congressional Black Caucus”) en conjunción con la
Conferencia Nacional de Iglesias Negras (“Conference of National Black
Churches”) (1) que “formas de discriminación, tanto abiertas como
sutiles, continúan siendo demasiado comunes y no han sido relegadas
todavía a las páginas de la historia” (2). “El ataque a los derechos de
los votantes –añadió Holder- no sólo está coordinado sino que es
peligroso y es el peor que se ha visto desde Jim Crow” (3).
El
próximo mes de noviembre, votarán por Obama los sectores de izquierda
de la sociedad norteamericana por carecer de alternativa (4), y los
afro-norteamericanos –los que logren hacer valer su derecho al voto- por
lealtad, empatía y esperanza.
(1)
La Conferencia Nacional de Iglesias Negras (“Conference of National
Black Churches”) representa a congregaciones religiosas de todo el país,
con más de 10 millones de feligreses, pero la reunión estuvo abierta a
todos los credos y denominaciones.
(2)
“… both overt and subtle forms of discrimination remain all too common
and have not yet been relegated to the pages of history.”
(3) “The attack on voting rights is not only coordinated, it is dangerous and it is the worst we’ve seen since Jim Crow.”
(4) “tapándonos la nariz” como dice “El Duende” de Radio Miami.
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