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“LA GUERRA DE ESPARTACO”

martes, 6 de diciembre de 2011

“LA GUERRA DE ESPARTACO”
Barry Strauss
Barcelona, Edhasa 2010

El libro pone, oportunamente, sobre la mesa muchos de los problemas primordiales de las revoluciones, que aparecen una y otra vez en los acontecimientos históricos de tal naturaleza y que hasta el presente distan de haber encontrado respuesta, sobre todo por culpa de las ideologías decimonónicas pseudo-revolucionarias, el marxismo en primer lugar. Éstas someten al sujeto a tan colosal manipulación teorética y dogmática que le impiden ver la realidad, le hacen inepto para pensar y le vuelven, en consecuencia, incapaz de comprender la historia tanto como el presente. No hace falta añadir que ese sujeto mega-degradado psíquicamente, sin percepción objetiva ni intelección fundamentada, es inhábil para realizar revoluciones.
La rebelión de esclavos y otros sectores populares conocida por el nombre de uno de sus jefes, Espartaco, tuvo lugar en la península Itálica en los años 73-71 antes de nuestra era. Lo que sabemos de cierto sobre ella no es mucho, faltando por completo información acerca de varios de sus aspectos fundamentales. Al parecer, quien hizo una narración más completa y reflexionada de los acontecimientos fue Salustio, en “Historias”, pero la mayor parte de esta obra se ha perdido. Hay que destacar que dicho autor trató con prudente simpatía esta revuelta y a sus actores. Referencias más o menos concisas se hallan en Plutarco, Tito Livio, Floro, Orosio y otros, lo que obliga a hacer una reconstrucción, a menudo problemática e insegura, de lo que realmente aconteció.
El libro de Strauss aporta la información básica, citando siempre las fuentes, pero no se adentra en la cuestión decisiva, investigar el porqué de los acontecimientos. En eso falla estrepitosamente pues casi nunca lo pretende y, cuando lo hace, no consigue apenas nada digno de ser tenido en cuenta. Una vez más constatamos la incapacidad de los autores académicos para pensar la historia, para ir más allá de una fácil y cómoda narración en todo copiada de los historiadores clásicos.
Quizá lo más importante sea explicar el sorprendente comportamiento del ejército rebelde (que no revolucionario), su errático ir y venir por la Italia de aquel tiempo durante los 18 meses que duró la insurrección, su incapacidad para alzar a la mayoría de las clases populares contra el Estado romano, la decisión de Espartaco y el grupo que le seguía (que estuvo en minoría en cuestiones sustantivas) de escapar de la península Itálica y, sobre todo, su rotundo fracaso final, cuando se daban algunas de las condiciones para haber logrado la victoria.
Aquí hay un problema de método, epistemológico diríase. Todos los que en la edad contemporánea han tratado este acontecimiento lo han hecho con fines apologéticos y no reflexivos, para loar y aplaudir acríticamente lo realizado por Espartaco y sus gentes, sin dejar sitio a la consideración pensante, distanciada y escéptica de los hechos. Lo que ha resultado de esto es un enfoque pueril, simple y bobalicón que no sirve para avanzar en el proceso de conocimiento ni en la tarea de la transformación revolucionaria del orden establecido, que no enseña nada y que reafirma los esenciales dislates de las ideologías sobre el cambio social que se elaboran a mediados del siglo XIX. Éstas, aplicadas en la práctica, han cosechado una suma impresionante de fracasos y, lo que es peor, de aberraciones y monstruosidades históricas. En efecto, allí donde han triunfado revoluciones por ellas inspiradas lo que se ha instaurado ha sido un orden social peor, por más opresivo y explotador, que el derrocado.
No hace falta añadir que en tales fiascos se ponen de manifiesto los desaciertos decisivos de dichas teorías cuyo fundamento gnoseológico es la ignorancia y la arbitrariedad. Éstas, debido a su furor dogmático y a su radical distanciamiento de la realidad, no desean comprender los asuntos básicos, que se repiten una y otra vez en los hechos históricos, y que ya aparecen en el caso que estudiamos. Sólo hace falta tener la voluntad de aprehenderlas y pensarlas, pero eso es lo que siempre ha faltado y sigue faltando, pues el designio principal de la izquierda política en todas sus variantes es vivir en el autoengaño y la mentira.
El análisis ha de comenzar señalando que Espartaco, el jefe más notorio del alzamiento, no era esclavo de nacimiento y probablemente tampoco lo fueron quienes desempeñaron los papeles principales en los acontecimientos. Era de origen tracio y como hombre libre se había alistado en las tropas auxiliares de las legiones, de donde desertó por causas desconocidas. Capturado, fue convertido en gladiador (de los que usaban armamento pesado, lo que indica que poseía notable poderío físico), que era su estatuto cuando se alzó en armas. Quienes creen que los esclavos de la Antigüedad (o los neo-esclavos asalariados del presente) forman, en sí y por sí, de manera dada y espontánea, una “clase revolucionaria” se equivocan, y los acontecimientos de los años 73-71 lo evidencian pues fueron los libres, minoritarios, quienes introdujeron algo de reflexión, ética y estrategia en la lucha mientras que la gran masa servil manifestó su radical incapacidad para liberarse, lo que llevó al fracaso final al conjunto.
Frente a quienes consideran que lo sustantivo de la condición del esclavo está en el maltrato físico y en la privación de alimentos y comodidades, ya Aristóteles, en “Política”, puso el acento en lo decisivo al advertir que lo peculiar de aquél es que “está absolutamente privado de voluntad”, o dicho de otro modo, que vive sin libertad. Es esto lo que explica lo sustancial de su ser y obrar. Las visiones economicistas y hedonistas, burguesas al ciento por ciento, introducidas por el obrerismo decimonónico y hoy recogidas por la izquierda, niegan esto señalando que es el bajo consumo y la ausencia de bienestar lo determinante. Pero no es así, primero, porque el esclavo era cuidado por sus amos para no dilapidar el gasto monetario realizado en su adquisición, igual que se hacía antaño con el ganado de labor y hoy con la maquinaría. Segundo, porque para los seres humanos que no han claudicado de su condición lo principal es la libertad, no el bienestar.
En consecuencia, el mal principal que la esclavitud ocasiona al esclavo es de naturaleza espiritual, al negarle su condición humana e impedirle ser persona. Plantear las cosas de otro modo, poniendo por delante los males físicos, manifiesta una mentalidad deshumanizada que se niega a concebir lo humano como tal.
Por tanto, el análisis del caso Espartaco ha de hacerse desde la reflexión sobre la libertad y su ausencia, y acerca de qué tipo de seres son los que dimanan de la inexistencia vitalicia de la primera, intentando hallar respuesta a la pregunta ¿son o no son las y los esclavos aptos para liberarse? Ésa es la cuestión decisiva.
El acontecimiento histórico analizado enseña muchísimo al respecto. La rebelión armada se realizó en el momento oportuno, cuando el grueso del ejército estaba fuera de Italia, existían agudos enfrentamientos en el seno de las elites del poder y la sociedad romana se deslizaba hacia un futuro de despotismo militar y concentración de la propiedad[1], lo que se formalizó definitivamente con el encumbramiento de Octavio como Augusto (dictador militar) en el año 27 antes de nuestra era, aterrador proceso que estaba originando el descontento de amplios sectores. Se daban, pues, condiciones para que el levantamiento fuera un éxito.
La rebelión la iniciaron 200 gladiadores, de los que 74 sobrevivieron al primer y victorioso combate. Pronto se sumaron miles de esclavos y esclavas, alcanzando sucesivos éxitos militares. Pero sin tardanza comenzaron los desaciertos y tropelías de los alzados, poniéndose de manifiesto sus tendencias al saqueo, la brutalidad y las bacanales, con latrocinios, incendios, violaciones y asesinatos en masa. La gran mayoría de los esclavos en armas manifestaban no tener más ideales que el de imitar la vida corrompida, gozadora y amoral de los esclavistas, a lo que se sumaba un ciego deseo de venganza por los sufrimientos padecidos[2]. Tal arruinó todo ideal de equidad, imparcialidad y transformación social cualitativa.
Una revolución sólo puede triunfar si quienes la realizan conservan a todo trance la superioridad intelectual y moral, fracasando cuando la pierden.
Es cierto que Espartaco y una minoría, al parecer, se opusieron total o parcialmente a ello, por ética, por política y por estrategia, pero sus posiciones no prevalecieron. Es sabido que aquél impuso una prohibición de comerciar con oro y plata dentro del ejército rebelde, pero que tuviera que llegarse a eso manifiesta la verdadera naturaleza de éste, o cuando menos lo poderosas que eran las tendencias internas a hacer de él una copia de las clases sociales contra las que, inicialmente, se había alzado.
Aquellos comportamientos revelaban también que el grueso de los rebeldes carecía de un programa para la transformación integral de la sociedad y para, en ese marco, poner fin al régimen esclavista. En realidad, la espontaneidad de la mayoría de la masa servil en armas lo que deseaba era vengarse y vivir a lo grande, sin ninguna reflexión sobre el futuro, por tanto, sin ninguna estrategia y sin hacer caso a quienes, como Espartaco, sí la tenían, dado que la autoridad de éste fue siempre precaria y parcial. En ese proceso las relaciones esclavistas reaparecieron de facto, convirtiendo a sus prisioneros, cuando eran gente adinerada y propietaria, en los nuevos esclavos. No hubo pues revolución en el sentido estricto del término.
En tales condiciones la simpatía por los alzados en armas se enfrió rápidamente, en especial en las ciudades. Los libres oprimidos y modestos no sintonizaron con el nihilismo hedonista y vengativo, irreflexivo e irracional, destructivo y despilfarrador, amoral y espontaneista, de los alzados, y tampoco lo hicieron los esclavos urbanos, dedicados a la artesanía y los servicios, tan numerosos. De ese modo, los rebeldes se quedaron aislados socialmente, no encontrando más adhesiones, pasadas las primeras semanas, que las de limitados contingentes de esclavos rurales, pastores y otros, que se unían a ellos no siempre de manera enteramente voluntaria. Eso significó que no podían alzarse con la victoria final. El máximo de fuerzas de los rebeldes fue de unos 60.000 hombres y féminas, y de ahí no subieron, aunque en Italia había para esa fecha en torno a 1,5 millones de esclavas y esclavos, y unos 5,5 millones de libres pertenecientes a las clases populares.
Los desacuerdos en el seno de los rebeldes fueron fuertes, y hasta en dos ocasiones se desgajaron grupos minoritarios pero importantes, exterminados luego por el ejército romano, aunque sabemos poco de las diferencias que les enfrentaron[3]. En una ocasión los combatientes se amotinaron contra Espartaco y su equipo, a quienes amenazaron con sus armas. Así las cosas, el grupo de Espartaco comprendió, a deducir desde su actuar, cuatro verdades fundamentales: 1) no podían vencer, 2) en el caso que lo lograran reproducirían las relaciones sociales existentes antes del levantamiento, incluido el régimen esclavista, posiblemente empeoradas, 3) la percepción del punto número 2 por las masas hacía imposible su adhesión a la rebelión, lo que condenaba a ésta a la derrota, 4) la comprensión por Espartaco y los suyos del apartado 2 y sus consecuencias hacía inútil continuar la lucha.
Ese lúcido análisis llevó a establecer la única estrategia razonable, la de escapar de Italia antes de que el retorno del grueso del ejército romano a la península liquidase el alzamiento con un baño de sangre. Espartaco dirigió a los hombres y mujeres que le seguían en varios intentos de atravesar los Alpes, que no realizaron finalmente, y también en otros igualmente fallidos para abandonar Italia por mar. Ello era realista, pues dado que la victoria era imposible o indeseable (al llevar a la restauración de un esclavismo probablemente peor que el derrocado) sólo quedaba una retirada estratégica, en realidad una huida ordenada, como salida factible.
Es a destacar que en ninguno de los historiadores que se ocupan del asunto hay ni la menor referencia a asambleas en la formación social constituida por los esclavos insurrectos, y todo indica que su régimen de toma de decisiones fue una mezcla de caudillismo militarizado en la cúspide e indisciplina populachera en la base. Se sabe que no hubo propiedad comunal ya que el mismo Espartaco impuso el reparto igualitario del botín logrado, lo que es loable desde la idea de justicia distributiva, pero desastroso para el futuro del movimiento, dado que atomizaba a los rebeldes en una miríada de propietarios privados, y por tanto individualistas, posesivos y egoístas. La lucha por el botín se elevó, con ello, a motivación de importancia, al parecer, lo que arruinó todavía más el prestigio popular de los alzados.
El grupo de mando creado en torno a Espartaco hizo lo que pudo para retrasar la derrota final, valiéndose con habilidad de los recursos que le proporcionaba su dominio del arte de la guerra, pero una vez que la naturaleza no-revolucionaria del proyecto se había puesto en evidencia, con la consiguiente abstención de las clases populares, la aniquilación final de los alzados era cosa de tiempo. En la primavera del año 71 tuvo lugar la última batalla, en la que Espartaco luchó y murió como un héroe (se dice que al inicio del combate degolló a su caballo para mostrar a los suyos que no huiría, que combatiría hasta el final con desprecio por la propia vida, como efectivamente hizo) junto con el grueso de su gente, derrotados por los ejércitos de la república romana, mandados por el procónsul Marco Licinio Craso. Éste ordenó crucificar a los prisioneros, unos 6.000, en el camino entre Capua y Roma. Grupos dispersos de huidos de la batalla deambularon aún durante unos años por las áreas montañosas de la parte meridional de Italia, hasta que fueron exterminados por las fuerzas armadas del Estado. Luego vino la leyenda y la mitificación, ambas indebidas y muy perniciosas, hasta hoy[4].
Para ahondar en la comprensión profunda de lo acaecido nos pueden ayudar las reflexiones que J.S. Mill realiza sobre la personalidad del esclavo en “Del gobierno representativo”. Lo sintetiza en 3 puntos principales, a) obra siempre por órdenes, de manera que no logra adecuar su conducta a normas interiormente asumidas; b) actúa por presión exterior, conforme a la coacción que reciba; c) no manda sobre sí mismo, dado que siempre es mandado. De ello concluye que si no hay disposiciones conminativas tiende a la indisciplina, la amoralidad y al caos, puesto que no sabe autogobernarse, ni como persona ni como comunidad.
Esto es bastante exacto y hace imposible que un alzamiento de esclavos, o neo-esclavos, pueda triunfar. Quienes creen que el todo de las revoluciones son el hambre y la pobreza, y que basta con eso para que las masas se levanten, se equivocan. Y yerran tanto que no pueden mostrar ni un solo caso histórico en que tal haya sucedido. Los dominados, en sí y por sí, sin someterse previamente a auto-transformaciones cardinales, pueden realizar rebeliones, en efecto, todas fracasadas de un modo u otro, pero lo que no pueden es hacer revoluciones.
Profundizando la reflexión, al hilo de lo expuesto por Aristóteles y Mill sobre la condición inherente al esclavo por causa de sus condiciones de existencia, podemos añadir lo siguiente a lo ya manifestado: 1) no es capaz de pensar porque su vida toda se realiza en el obedecer órdenes, al estar privado de voluntad propia[5]. Por tanto es inútil esperar que obre con inteligencia, que establezca un análisis de la situación, una estrategia y un plan de acción, y sin esto nunca puede alzarse con la victoria; 2) ha sido despojado, por el mismo hecho de ser esclavo, de sentimientos morales y grandeza de espíritu, pues sus vivencias se reducen a eludir el trabajo, escapar a los castigos, reñir con sus iguales y satisfacerse fisiológicamente, creando sujetos faltos de escrúpulos, 3) su posición ante la clase de los amos, de los esclavistas, es de envidia, no de rechazo por causas sublimes, por lo que desea eliminarlos para alcanzar el tipo de existencia que aquéllos llevan, explotadora, gozadora y perversa, lo que le conduce a exigir que otros sean esclavos suyos, 4) su adscripción coercitiva al trabajo no-libre hace que odie toda forma de trabajo y de esfuerzo, que desee una vida de holgazanería y total irresponsabilidad, 5) la turbia y ciega envidia hacia los ricos que padece le hace propenso a la venganza y a todo tipo de crueldades, 6) su conducta está regida por el miedo al castigo y por el ansía de premios tangibles, no por ideales trascendentes, no por la adhesión consciente a un proyecto de revolución integral, 7) al carecer de vida interior y juicio propio, el esclavo es, también y en un sentido sobre todo, esclavo de sí mismo, 8) abandonado a sus impulsos, sólo concibe salidas personales y egotistas, no colectivas, únicamente le motiva la búsqueda del propio interés. Todo ello estatuye el contenido concreto de la frase, tantas veces repetida y tan cierta, de que el esclavo ama sus cadenas.
La conclusión a extraer es que no puede haber una revolución de los esclavos sin que antes éstos hayan roto en el interior de sí mismos, por medio de una decisión consciente mantenida en el tiempo con espíritu esforzado, firme y sacrificado, con la mentalidad y manera de ser que se derivan, objetivamente, de su condición de sometidos, de no-libres.
El adagio clásico “Vencerse para vencer” expone de forma concisa la verdad en esta cuestión.
El análisis marxista, en sus extravíos, ignora lo sabido desde hace milenios sobre la realidad de la condición esclava y establece como primera contradicción de las sociedades de la Antigüedad la que se daba entre esclavistas y esclavos. Pero esto no se observa en la historia real. Los alzamientos de esclavos fueron pocos, además de dispersos y espaciados, y tuvieron un significado bastante reducido, dejando a un lado el de Espartaco, dirigido por hombres que no eran esclavos de nacimiento y que por ello no habían interiorizado las taras inherentes a la condición servil. En el declive y hundimiento final de Roma en el siglo V (aunque los reinos germánicos fueron en todo sus herederos en el Occidente de Europa) la función desempeñada por las luchas de los esclavos resultó ser insignificante[6].
La versión mecanicista y deshumanizada del mundo que el marxismo preconiza, pura chatarra verbal decimonónica, es incapaz de comprender que la historia no es un gran mecanismo de relojería dinamizado por determinaciones económicas sino la acción concreta libre-finita de los seres humanos reales por lo que la calidad concreta de éstos, a un lado y al otro de las barricadas, es la que determina el desenlace de los grandes enfrentamientos en el decurso de los siglos y milenios.
En verdad, quienes jalean a “las masas” en sí es porque pretenden valerse del ciego pero siempre manipulado actuar de éstas para alzarse con el poder absoluto, arrebatándoselo a las actuales clases dominantes y propietarias, como se ha puesto de manifiesto en todas las revoluciones dirigidas por Partidos Comunistas y otras formaciones similares. Por eso la izquierda se opone rotundamente a la elevación intelectual y moral del pueblo preconizando el activismo, pues únicamente desea servirse de la masa popular como carne de cañón para alcanzar sus designios totalitarios, de la misma manera que una gran parte de los jefes de la rebelión de Espartaco ansiaban pasar de esclavos a esclavistas pero en absoluto abolir la esclavitud.
Frente a las innumerables veces fracasada en la práctica concepción mecanicista, determinista y economicista del cambio social defendida por una “radicalidad” de pacotilla, la rebelión de Espartaco viene a otorgar la razón a una interpretación reflexiva, moral, política y convivencial de aquél. En ella la persona es el actor fundamental, como ser humano concreto-real, con méritos y deméritos, con cualidades y vicios, que necesita auto-transformarse para transformar la realidad social, y que se empeña en una batalla interior tanto como en una exterior por mejorarse y mejorar, por cambiarse y cambiar, en busca de una conducta nueva para sí tanto como de un nuevo orden político, convivencial, de cosmovisión, de metas históricas y económico para la sociedad. De ese modo se eleva de objeto a sujeto, de efecto a causa, de casi nada a lo más importante. Tal interpretación pone al ser humano por delante de todo arrumbando las chifladuras decimonónicas de una vez por todas, las cuales sólo han llevado a crímenes y genocidios sin cuento y, finalmente, a recrear un capitalismo de Estado (y luego privado) mucho peor que el derrocado[7].
Lo decisivo en la historia es la lucha entre la libertad y la opresión, que suele tomar la forma concreta de antagonismo entre el pueblo y el Estado. Al lado de ella la pugna económica entre las clases es un asunto de secundaria importancia. El economicismo del marxismo manifiesta que éste es meramente una variante de la ideología burguesa dirigida a los trabajadores y la intelectualidad, a quienes traslada la concepción del “homo oeconomicus” para integrarlos en la producción capitalista de la mejor manera posible, como así ha sucedido. Sin el marxismo el capitalismo no habría alcanzado el grado de desarrollo, fuerza y solidez que hoy posee. Esto se prueba, también, recordando que todas las revoluciones marxistas han creado un super-capitalismo, primero estatal y luego estatal y privado. No podía ser de otro modo.
Sin cambio en el sujeto, que elimine hasta donde es posible -parcialmente- las lacras que el esclavismo y neo-esclavismo crean en el ser humano no es posible la revolución, no hay manera de liquidar el viejo y nuevo esclavismo.
De la reflexión sobre los fracasos de todas las rebeliones de esclavos surgió una nueva vía hacia el cambio social y la liquidación de la servidumbre, la preconizada por el cristianismo, hasta el siglo IV una fuerza revolucionaria de gran poder de innovación. A través de un camino muy tortuoso, y transformándose a partir del mencionado siglo en monacato revolucionario, el cristianismo logró eliminar la esclavitud como relación social significativa en el Occidente de Europa, durante los siglos VIII-XI. Tal es lo que analiza, por ejemplo, Pierre Dockés en “La liberación medieval”, obra difícil y no exenta de errores graves, pero provechosa a fin de cuentas. Lo hizo alumbrando una sociedad, para el caso de la península Ibérica, cualitativamente mejorada, con concejo abierto, comunal y práctica inexistencia de la propiedad privada, derecho consuetudinario, armamento general del pueblo en las milicias concejiles, ausencia de dinero, inexistencia de patriarcado y cosmovisión del amor de unos a otros. Sociedad que, con todo, no era perfecta pues casi desde el comienzo tuvo monarquía, lo que da cuenta de la complejidad casi infinita de la historia real, que no admite las simplificaciones pueriles a que se entrega el marxismo.
Por el contrario, la abolición de la esclavitud que acaece en el siglo XIX no tuvo nada de revolucionario, pues el objetivo es sustituir aquella ya arcaica forma de dominación por otra mucho más perfecta, la propia del trabajo asalariado[8]. Desacierta Aristóteles cuando alega que éste es una forma de “semi-esclavitud”. Quizá tuviera algo de razón para su tiempo pero hoy y aquí es en realidad una expresión perfeccionada y aún más opresiva y deshumanizadora de esclavitud. Ello se manifiesta en que destruye y aniquila la esencia concreta humana con mucho más vigor y eficacia que el viejo esclavismo. Por tanto, para su desmantelamiento completo, las lecciones de la rebelión de Espartaco son de enorme utilidad.
Para terminar se dirá que las modernas rebeliones de los esclavos asalariados, por ejemplo, la guerra civil de 1936-1939 deben ser tratadas, en lo epistemológico, con el mismo método aplicado a la intelección de la revuelta de Espartaco. Pero nos encontramos con que tal es prohibido de facto por quienes no conocen otro género que el apologético, negándose en redondo a extraer lecciones de los acontecimientos históricos. De esa manera sacrifican las revoluciones del futuro a las del pasado, se desploman en la indigencia mental y se reducen a meros loadores inmóviles, crispados y petrificados de lo que fue, que para más inri consistió en un fracaso descomunal de los esclavos asalariados que entonces combatieron. Esto se debió más a sus tremendos errores y deficiencias que a los méritos de Franco, el nuevo Craso, y los suyos. Eso otorga la razón al dicho sobre que quienes desconocen la historia están condenados a repetirla.
La rebelión de los esclavos en Italia en el año 73 antes de nuestra era fue un acto justo, magnífico y en sí mismo emancipador en su fase más inicial. Hoy, la mayor expresión de respeto y afecto por quienes lo realizaron es extraer lecciones de él para aplicarlas a futuras revoluciones, a fin de lograr que, éstas sí, sean victoriosas en la más amplia acepción del término.
Noviembre 2011
[1] Cuenta K. Hopkins en “Conquistadores y esclavos” que entre los años 80 a 8 antes de nuestra era, es decir, cuando tuvo lugar el alzamiento de Espartaco y los suyos, la mitad de las familias campesinas libres de Italia perdieron sus tierras debido sobre todo a “intervenciones estatales”. Ello creó un marco óptimo para el triunfo de la rebelión. Que ésta fuera un fiasco finalmente muestra los descomunales errores cometidos por los alzados, que dimanaron sobre todo de su condición de esclavos no regenerados previamente al acto insurreccional.
[2] Advierte Floro en su “Epítome”, refiriéndose a los primeros sublevados, que “no contentos con haber conseguido escapar, quisieron también vengarse”. El placer de la venganza es uno de los más dañinos y destructivos, dado que aniquila la capacidad de combate de los oprimidos, que han de operar movidos por ideales elevados, de justicia, magnanimidad y misericordia. Combatir sin odio tanto como sin temor, con valentía, es lo apropiado si se desea vencer, convencer y fundar una sociedad cualitativamente superior y mejor.
[3] Expone B. Strauss en lo referente al primer enfrentamiento dialéctico, mantenido entre Espartaco y Criso, otro de los jefes rebeldes, que éste “quería extender la guerra en Italia. Quería más botín, más venganza y, sin duda, más poder”, mientras que Espartaco rechazaba por carente de base su optimismo y por inmorales sus fines, pues creía que en las condiciones existentes no podrían vencer a las unidades más aguerridas de los ejércitos romanos (hasta ese momento habían derrotado a tropas de segundo orden) y que lo apropiado era marchar hacia el norte, cruzar los Alpes y dispersarse por Europa continental, apreciación realista como luego probaron los hechos. En lo táctico Espartaco deseaba prepararse concienzudamente para las futuras batallas, que serían inevitables, mientras Criso deseaba atacar de inmediato. Por el momento, ambos caudillos llegaron a un acuerdo de compromiso. Marcharon hacia el sur y cuando llegaron a la comarca de la Lucania tuvieron lugar las peores atrocidades cometidas por el ejército de esclavos en armas, con violaciones, matanzas, rapiñas y pillaje, a lo que se opuso Espartaco, pero en situación de minoría y sin éxito. Finalmente se produjo la ruptura entre ambos, quedándose unas 30.000 personas con Espartaco y 10.000 con Criso, lo que manifiesta que por un tiempo la cordura y la moralidad triunfaron, posiblemente como consecuencia de la reflexión sobre los horrores anteriormente perpetrados. El cónsul Lucio Gelio, advertido de la escisión en el campo insurgente, acudió con celeridad y venció a la gente de Criso, tomándola por sorpresa, lo cual probablemente estuviera en relación con la culpable relajación placerista que reinaba en sus filas. El jefe rebelde y unos 7.500 de sus seguidores murieron a espada. Poco después Espartaco derrotaba de manera aplastante al cónsul Cneo Cornelio Léntulo y más tarde al procónsul Cayo Casio Longino. El ejército de éste, formado por dos legiones (unos 10.000 hombres), fue completamente vencido. Espartaco cometió a continuación un hecho reprobable e impolítico en extremo, ejecutar a los prisioneros de guerra que tenían, lo que muestra los límites de su moralidad y sentido estratégico. Esto les hizo perder, sin duda, las ya escasas simpatías populares con que contaban y les dejó sin base social en Italia.
[4] Una de las más pérfidas manipulaciones de estos hechos históricos es la película “Espartaco”, dirigida por Stanley Kubrick y rodada en 1960. En ella se da una imagen rotundamente falsa y políticamente interesada de los acontecimientos, haciendo de los sublevados meras víctimas de Roma y no, como fueron en realidad, víctimas de sí mismos y sí mismas en primer lugar. Una vez más en esta película se comprueba lo nefasto del cine como instrumento para impedir que la mente humana aprehenda lo real en tanto que real, sumergiendo a las gentes en un universo de irrealidad en el que el cerebro deja de funcionar y el sujeto se hace pasivo y sumiso a fuer de embobado, subyugado y estupidizado por las imágenes y los sonidos, estudiadas alucinaciones encaminadas a cercenar la libertad de conciencia del pueblo.
[5] La incapacidad para pensar y cavilar, por tanto de calcular y planear, del esclavo es señalado por muchos autores, entre ellos Adam Smith en “La riqueza de las naciones”, donde constata que “los esclavos carecen de inventiva por lo general y así, cuantos adelantos importantes han tenido lugar… han sido obra de hombres libres”. Cierto, y que ahora la sociedad se caracterice por el agotamiento casi completo de la creatividad y la innovación en todos los órdenes es prueba añadida que vivimos en la sociedad neo-esclavista más perfecta y completa conocida, que debe ser derrocada por una gran revolución integral, al mismo tiempo democrática, axiológica y civilizadora.
[6] Si se consulta una obra marxista clásica, como es “Historia de Roma” de S.I. Kovaliov, para el caso de la rebelión de Espartaco se encuentra la conocida incapacidad de esta escuela para explicar los acontecimientos históricos. Aquélla, en vez de analizar las condiciones objetivas y subjetivas que hacen que los esclavos, si no se auto-transforman, no pueden vencer, acudiendo al análisis de lo mucho que se sabe sobre la naturaleza real del sujeto sometido a esclavitud, sale del paso invocando “las condiciones histórico-objetivas”, esto es, la falta de base material para que triunfara el alzamiento de los esclavos, que supuestamente se darían unos siglos después. Pero cuando Roma entra en decadencia, a partir de finales del siglo II de nuestra era, es precisamente cuando menos rebeliones de esclavos se dan, de manera que éstas no desempeñan ningún papel en el final de Roma. Es más, el Imperio Romano de Oriente, donde el esclavismo fue más rotundo y generalizado, no conoció crisis alguna de importancia, manteniéndose aún por siglos. Todo ello no puede hallar ninguna explicación a partir de esa ridiculez denominada “materialismo histórico”, o interpretación marxista de la historia universal, un atentado a las formas más básicas de objetividad deseada y auto-respeto intelectivo.
[7] Paradigmático es el caso chino, donde el socialismo construido por el Partido Comunista de China ha creado una sociedad totalitaria (fascista de facto) de tal naturaleza que está ocasionando un retorno a formas cuasi-esclavistas e incluso abiertamente esclavistas de trabajo. El Libro “La silenciosa conquista china”, J.P. Cardenal y H. Araújo, explica que la presencia de las depredadoras empresas multinacionales chinas en unos 25 países de África, Asia y Latinoamérica está llevando a sus trabajadores autóctonos a formas de explotación que sólo pueden calificarse de esclavistas, incluso con maltrato físico en un cierto número de casos. Esa es la obra cumbre del marxismo, del izquierdismo y del comunismo. No se debe olvidar que el PC Chino es “partido hermano” del PC de España (núcleo de Izquierda Unida), lo que indica que éste comparte los mismos fines y métodos que aquél, cosa ya sabida, aunque por el momento, muy a su pesar, no pueda realizarlos. Similares son los casos de Cuba, Vietnam, etc., por no citar a la extinta Unión Soviética, Camboya, Corea del Norte u otros países. Empero, el caso chino, por causa de sus múltiples horrores, es el final de la larga trayectoria histórica de un proyecto teorético y político, el marxista, que prometiendo la “liberación total de los oprimidos y explotados” ha sido poco más que una vulgar vuelta al esclavismo y a la peor expresión de la dictadura política: la historia de la rebelión de Espartaco se repite.
[8] Los avatares de la rebelión de los esclavos negros en Haití a partir de 1791 se ajusta con asombrosa exactitud al mismo patrón, en lo sustancial, de la realizada por Espartaco y su gente casi dos milenios antes. En el más asequible “Estudio preliminar” de Florinda Friedmann a “El Reino de este mundo”, de Alejo Carpentier, hay una descripción aceptable de los hechos, que se resumen a continuación. Aquel año las y los esclavos negros haitianos se alzan contra el colonialismo francés y en 1804 alcanzan la victoria y la independencia del país, bajo la dirección de J.J. Dessalines, hombre negro, tras una lucha llena de atrocidades, racismo anti-blanco, hedonismo desenfrenado y violencia sádica a gran escala por parte de los insurgentes. Ése se hace coronar emperador (también algún jefe de rebeliones de esclavos en Sicilia, anteriores a la de Espartaco, se declaró rey cuando venció transitoriamente) con el nombre de Jacques I, siendo asesinado por los suyos en 1805. Le sucede H. Christophe, igualmente varón negro, que se proclama asimismo emperador y construye una ciudadela de colosales proporciones, la Ferrière, desde la que aterroriza a sus desventurados súbditos. Además, restablece la esclavitud, en una variante mucho más cruel que la existente bajo los franceses, lo que cierra el ciclo de la rebelión de los esclavos de Haití. Vemos, pues, que las diferencias raciales nada importan y que las constantes de la historia que marcan el fatal devenir de las rebeliones de los esclavos y neo-esclavos se cumplen en todas las condiciones. Romper esa fatalidad es el reto número uno de las revoluciones del futuro.

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