Por Manuel E. Yepe
El
Destino Manifiesto, concepción desarrollada en las últimas décadas del
siglo XVIII, atribuía a Estados Unidos la misión especial de llevar su
sistema de organización económica, social y política, primero, a toda la
América del Norte y, posteriormente, a todo el Hemisferio Occidental.
La
expansión al Oeste se completó a fines del siglo XIX: los aborígenes
fueron prácticamente aniquilados y los mexicanos vecinos perdieron casi
la mitad de su territorio.
En
1823, el presidente estadounidense James Monroe proclamó su Doctrina,
también conocida como Doctrina de América para los Americanos, que
establecía que toda interferencia por cualquier potencia europea en las
repúblicas latinoamericanas que surgían, sería considerada acto
inamistoso contra Estados Unidos, que se atribuía el deber y el derecho
de “proteger a la región” en gesto paternalista que pronto probó ser
axiomático expansionismo.
A
inicios del siglo XX, el recién proclamado Presidente de los Estados
Unidos Teodoro Roosevelt, elaboró el añadido a la Doctrina Monroe
conocido como el Corolario Roosevelt: “En el hemisferio occidental, la
adscripción de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe podría forzarle,
por muy renuente que ello resulte,…al ejercicio de una fuerza policial
internacional.”
En
1912, el Presidente estadounidense William H. Taft dijo que “no está
lejos el día en que tres banderas de las estrellas y las barras, en tres
puntos equidistantes marquen nuestro territorio: uno en el Polo Norte,
otro en el Canal de Panamá y el tercero en el Polo Sur. Todo el
hemisferio será nuestro, como ya nos pertenece moralmente en virtud de
nuestra superioridad racial.”
Años
más tarde, en los 60 del siglo XX, como parte de la estrategia de
Estados Unidos para contrarrestar la influencia de las ideas liberadoras
promovidas por la revolución cubana en América Latina, el Presidente
John Kennedy proclamó la Alianza para el Progreso, un programa de
supuesta complementación económica con Latinoamérica manteniendo las
bases del intercambio desigual.
A
partir de la década de los 80, una implacable orientación neoliberal
fue impuesta a las naciones de Latinoamérica y el Caribe con el objetivo
de modelar sus economías a los requerimientos del imperialismo
estadounidense en su etapa actual.
Con
sus características recetas de privatización, apertura de mercados y
liberalización, el neoliberalismo engendró estrategias de desarrollo
supuestamente enderezadas a lograr la inserción de América Latina en la
economía mundial globalizada. El mercado “libre” mundial —en verdad
controlado por los países desarrollados y sus grandes corporaciones
transnacionales— desplazaría a los mercados nacionales y al comercio
regional latinoamericano que, inevitablemente, quedarían subordinados a
aquel.
Según
el discurso neoliberal, el mercado —liberado de toda regulación
oficial— sería capaz de garantizar a cada país, de manera automática,
las ventajas comerciales que determinarían su acceso a los beneficios
derivados de los intercambios.
Pero
la dura y cruel realidad en los años del reino neoliberal, demostró
que, sin regulación y con la privatización como fórmula suprema, el
mercado no generó desarrollo sino injusticia social, pobreza, exclusión,
enriquecimiento ilícito, corrupción y humillante dominio imperialista
sobre la región. Se requirieron brutales dictaduras militares para
imponer sus reglas de juego y ni siquiera éstas pudieron acallar por
mucho tiempo la rebeldía popular y los movimientos sociales.
En
2001, el General Colin Powells, entonces Secretario de Estado de
Estados Unidos, confesó en un discurso que "nuestro objetivo es
garantizar para las empresas norteamericanas el control de un territorio
que se extiende desde el Ártico hasta la Antártica y el libre acceso,
de nuestros productos, servicios, tecnologías y capitales por todo el
hemisferio sin obstáculos de ninguna clase."
Por
los mismos motivos que tuvo hace cinco siglos el imperio inglés para
defender la “libertad de los mares” en el mundo -porque contaba con una
flota contra la que ninguna otra nación podía presentar competencia-, el
imperialismo estadounidense ha venido enarbolando en estos tiempos la
bandera de la “libertad de comercio” a partir de la enorme ventaja que
le brinda su nivel de desarrollo económico ampliamente superior en el
continente.
Hoy,
cuando el discurso imperialista es tan agresivo como en su peor
momento anterior y Washington declara guerras asimétricas y lanza
cruzadas contra naciones del tercer mundo bajo falsas acusaciones de
terrorismo, narcotráfico, violación de derechos humanos y otros delitos
en los que la superpotencia sobresale como transgresor a nivel global,
el panorama político del continente cambia aceleradamente.
La
II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, foro
de unidad en la diversidad recién celebrado en La Habana con la
participación de prácticamente todos los jefes de Estado y de Gobierno
de la región, así lo prueba.
Enero 29 de 2014.
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