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Escuadrones de la muerte en México

lunes, 1 de julio de 2013
¡¡Exijamos lo Imposible!! 
Por Esto!
Los mercenarios de élite

Los testimonios de hombres y mujeres entrenados como especialistas en operaciones secretas, verdaderos sicarios de élite contratados ya sea para eliminar cabecillas de la delincuencia o para combatir al Ejército, según quién sea su patrón en turno, son crudos y reveladores / Se trata de las voces de los nuevos mercenarios, esos productos del mercado de la violencia en que se ha convertido el país / Sus narraciones fueron hechas en exclusiva al diputado Ricardo Monreal, quien las incluyó en su libro Escuadrones de la muerte en México (Cámara de Diputados, 2013), de donde las tomamos.

MEXICO, DF, 29 de junio (PROCESO/ RICARDO MONREAL ÁVILA).- Juan Ignacio, de 30 años, forma parte actualmente de un cuerpo de élite de la Marina mexicana. Ingresó a esta fuerza de seguridad en 2007, pocas semanas después de haber abandonado la Heroica Escuela Naval Militar de Antón Lizardo, en Veracruz, a invitación expresa de uno de sus entrenadores físicos y maestros… No haber concluido sus estudios no fue impedimento para su reclutamiento; sus habilidades en el manejo de armas y su buena condición física lo hicieron candidato idóneo.

En la base naval del puerto de Veracruz fue (convocado) a presentarse… con ropa y pertrechos de entrenamiento porque sería concentrado en un lugar distante, durante tres semanas. Con un grupo de 14 jóvenes más partió al día siguiente a una finca de la Huasteca veracruzana, a una hora del poblado de Álamos, a donde sólo se llega por un camino de terracería con rumbo a la Sierra Madre Oriental. Antes de llegar, pudo notar que dos retenes de marinos vigilaban los accesos.

La finca es en realidad un campo de adiestramiento al pie de la sierra, con una casa central y dormitorios a su alrededor, y cinco secciones o áreas bien delimitadas: 1) el campo de tiro; 2) el campo de libramiento de obstáculos; 3) el área de detección, armado y desarmado de explosivos; 4) la sección de escalamiento y salto a rapel, y 5) un área para el uso de vehículos motorizados, desde motocicletas de montaña hasta vehículos blindados, donde se ensaya el asalto a autos en movimiento, la intercepción de los mismos y la inmovilización con armas de alto calibre, como lanzagranadas y lanzacohetes. Aquí también se enseña a enfrentar emboscadas y a protegerse de asaltos sorpresa.

El entrenamiento en Álamos sería el primero de tres cursos en un lapso de un año y medio. Un mes después de ese inicial, Juan Ignacio estaría saliendo a Colombia a su segundo entrenamiento. En esta ocasión, el grupo estaba conformado por 22 jóvenes, quienes arribaron en tres grupos distintos: ocho eran marinos; siete, miembros del Ejército; y siete, de la Policía Federal. Sólo una noche estuvieron en Bogotá para después concentrarse a lo largo de cuatro meses en la provincia de Tolima, en las instalaciones del Centro Nacional de Entrenamiento y Operaciones Policiales de Colombia.

El adiestramiento se centró en técnicas de asalto y captura de narcotraficantes y delincuentes de alto perfil, atrincherados en zonas serranas, cuevas selváticas o fortalezas urbanas, con verdaderos ejércitos privados bajo su custodia. También se les enseñó a infiltrar a estos grupos paramilitares, a identificar campos de entrenamiento clandestinos, a realizar operaciones encubiertas de asalto, a desmantelar laboratorios de drogas sintéticas, a detectar campos camuflados de plantíos ilegales en selvas y sierras, a manejar explosivos, a saltar desde vehículos en marcha o desde helicópteros rasantes, a atender heridos, a espiar y contraespiar, a identificar diseños y construcciones de doble fondo y a sobrevivir durante días, escondidos y sin víveres, en geografías agresivas…

El tercer curso lo realizaría en Estados Unidos, en el estado de Arizona, durante el otoño de 2008, con una duración de 12 semanas. El adiestramiento se enfocó a la prevención, detección, neutralización y destrucción de amenazas terroristas, fueran éstas objetos, personas o agrupaciones civiles. Allí, Juan Ignacio aprendió la doctrina de que terrorismo y narcotráfico representan el mismo nivel de amenaza a la seguridad; también fue instruido en técnicas de inteligencia, contrainteligencia, rastreo, procesamiento de información sensible, lenguaje encriptado y manejo físico y psicológico de crisis.

Igualmente, cómo “torturar científica y psicológicamente al enemigo, para no dejar marcas o evidencias”. En su totalidad, el curso fue impartido por oficiales hispanos bilingües de la marina y el ejército de Estados Unidos.

Haber concluido satisfactoriamente los tres cursos le permitió a Juan Ignacio integrarse de manera formal a uno de los dos comandos básicos de élite que tiene la Armada de México desde 2008, por lo menos. Según el joven, uno de estos grupos está orientado a perseguir, combatir y “eliminar” a cabecillas del narcotráfico, de la guerrilla y del terrorismo, mediante operaciones encubiertas y sin la participación oficialmente reconocida de alguna fuerza del Estado:

“Cuando realizamos alguna operación, tenemos estrictamente prohibido identificarnos como marinos o dar explicaciones a alguien. Simplemente, por algún conducto oficial, alguno de nuestros jefes avisa a los comandantes policiales o militares de la región que somos un grupo de fuerzas especiales y que se mantengan en alerta, por si se requiere su apoyo. Sólo avisamos, no pedimos permiso.”

El segundo grupo de élite de la Marina estaría especializado en una sola función: “Eliminar a los cabecillas de Los Zetas, especialmente a los que son desertores del Ejército”… Estaría conformado por más de 600 miembros capacitados en México y en el extranjero:

“Entre nosotros los conocemos como Los Matazetas. Cuando salió el video de Los Matazetas de Veracruz nosotros no tuvimos duda de que se podía tratar de estos compañeros de la Marina, dedicados exclusivamente a eliminar a esos hampones. Incluso, el que aparece al centro como líder del grupo y hace la presentación, es un compañero fácilmente identificable por quienes formamos parte del cuerpo de fuerzas especiales.”

Juan Ignacio ha participado en varios operativos de alto impacto en los últimos años en ciudades como el Distrito Federal, Monterrey, Puebla, Guadalajara, Tijuana, Culiacán, Matamoros, (el municipio tamaulipeco de) San Fernando y Cancún. El que recuerda con más satisfacción es el de la persecución y eliminación de Ezequiel Cárdenas Guillén, Tony Tormenta, en Matamoros, Tamaulipas, el 5 de noviembre de 2010:

“Fueron cuatro horas de persecución y enfrentamiento. Hubo cerca de 50 muertos, entre sicarios del Cártel del Golfo, marinos y militares (el reporte oficial señaló sólo 10 muertos). Ya se nos había escapado una vez, en medio de otro enfrentamiento con la Marina, pero esta vez no tuvo escapatoria. Recibimos refuerzos del Ejército Mexicano y de agentes especiales de Estados Unidos, quienes traían bien monitoreado al cabrón ese. Pero el primer círculo de ataque y asalto lo formamos nosotros, los de la Marina.”

Es el mismo grupo de fuerzas especiales que persiguió y abatió a Arturo Beltrán Leyva, El Barbas, en Cuernavaca, Morelos, el 16 de diciembre de 2009:

“Me hubiera gustado haber participado en esa operación, pero me encontraba franco. Sin embargo, mis compañeros me contaron detalles. Traía una escolta de exmilitares y civiles muy sanguinaria. Lograron sacarlo de Tepoztlán, pero no del condominio en Cuernavaca. Inteligencia lo traía bien cuadriculado, por dos vías, por sus celulares y por los tenis.

“–¿Por los tenis?

“–, traían un dispositivo de seguimiento. Se los había obsequiado alguien de sus guardias de confianza dos semanas antes y los cargaba para todos lados. Murió con ellos puestos.”

() En los operativos oficiales, el grupo de élite de la Marina actúa con su uniforme de campaña, tipo camuflaje, con manchas grises y verdes, en fondo beige, y cascos del mismo color. Dice Juan Ignacio: “Estos operativos suelen ser videograbados y casi siempre nos acompañan uno o dos agentes estadunidenses que monitorean la operación o proporcionan información sobre ubicación de objetivos”.

Sin embargo refiere que hay otros operativos, no oficiales, a los que acuden vestidos totalmente de negro, con botas, cascos y pasamontañas del mismo color, sin más identificación que un símbolo fosforescente pegado en el hombro izquierdo, “que puede ser una uña de tigre, un arma o la cara de un animal. No sabemos el distintivo hasta el momento de salir a combate, para que todos lo tengamos fresco en la memoria y no confundirnos, en caso de encontrarnos con enemigos vestidos de manera similar”.

El uniforme negro lo utiliza frecuentemente el grupo de élite que combate a Los Zetas () La diferencia de uniforme no sólo es distintiva del tipo de operación que se va a realizar, sino también de su desenlace: los operativos de élite con el uniforme oficial y videograbados, si son exitosos, deben concluir con la presentación de los detenidos, vivos o muertos. Son acciones propiamente del Estado. Los operativos negros o “ciegos” son claramente de eliminación de los objetivos. Son estrategias de exterminio paramilitar.

Juan Ignacio recibe por su trabajo un sueldo de nómina de casi 30 mil pesos mensuales, un “bono de riesgo” en cada acción que va de 10 a 20 mil pesos adicionales, y una gratificación no cuantificable conocida internamente como “botín de guerra”, es decir, efectivo, joyas o armas decomisadas y no reportadas.

No piensa durar toda la vida en el cuerpo de élite de la Armada de México:

“–¿Ofrecerías tus servicios al mejor postor, como soldado privado o combatiente de élite, como lo hacen los llamados Blackwater (el cuerpo paramilitar de mercenarios alquilados)?

“–¿Un Blackwater mexicano? No lo había pensado (…), pero no suena mal. De algo tengo que vivir.”

“El Rambo” y La Compañía 

Ignacio ingresó a las filas del Ejército Mexicano a la edad de 20 años () Pronto se ganó un lugar entre sus compañeros de la comandancia militar de Ciudad Victoria y un mote: El Rambo, por su corpulencia, su arrojo y su destreza en el manejo de armas largas y de grueso calibre.

Avanzó rápido en el escalafón militar de tropa: soldado raso, cabo, sargento segundo y sargento primero. En este tiempo se casó y se hizo de un departamento de interés social en la misma ciudad. Ganaba 8 mil pesos al mes.

Un día le comentó a su esposa que un mayor que se había retirado del Ejército lo había buscado para ofrecerle un trabajo civil: jefe de seguridad de una empresa de transportes de carga que corría desde Cancún, Quintana Roo, hasta Matamoros, Tamaulipas. El sueldo inicial era de 30 mil pesos más las prestaciones de ley, con la posibilidad de ir ascendiendo.

El Rambo recordó entonces las mantas que con frecuencia aparecían en las inmediaciones de algunos cuarteles de Tamaulipas: “¿Cansado de la sopa Maruchan, de los castigos con tabla y del sueldo de tres mil pesos? Vente a trabajar con nosotros. La Compañía”.

En la milicia sabían que La Compañía era en realidad el nombre con que amismos se presentaban Los Zetas, también bautizados popularmente por la ciudadanía como “los de la última letra”. Ni Ignacio ni su esposa Iliana imaginaron que la empresa de transportes era una más de las diversas fachadas que tenía La Compañía.

Los primeros tres meses transcurrieron en la normalidad. Ignacio supervisaba que la carga de los camiones no llegara “ordeñada”, la cual solía ser desde muebles hasta piezas automotrices o contenedores. Estos últimos eran los que más lo ponían tenso. En algunas ocasiones tenía que vigilarlos personalmente y viajar en vehículos “comando” desde Tamaulipas hasta Quintana Roo o viceversa. Así se lo pedía su jefe, el gerente de la empresa, que a su vez era el exmayor del Ejército.

Un día, Ignacio informa a su esposa que ha recibido un ascenso y debe radicar en Monterrey por algún tiempo. En esta ciudad estaba la matriz de la empresa transportista. Allí empezó el cambio radical de El Rambo. Empezó a llegar a su casa de Ciudad Victoria con camionetas nuevas (), con armas nuevas de alto calibre (y), por supuesto, fajos de dólares. El Rambo le confió entonces a su esposa en qué consistía su nuevo trabajo: cobrar deudas, robar o ejecutar a gente “que se quiere pasar de lista con La Compañía, mediante “levantones” o “apañones”.

La estancia en Monterrey duró casi un año. En ese tiempo el exsargento primero le dio a guardar a su esposa cerca de 60 mil dólares. Un día le informa que estará más cerca, que se cambia () a Ciudad Mante, Tamaulipas, ya que fue designado responsable de un campamento de adiestramiento de La Compañía. Él y un exmilitar colombiano que le habían presentado en Monterrey serían los instructores en una finca en El Mante. El objetivo era formar, cada tres semanas, células de sicarios o paramilitares al servicio del cártel de Los Zetas.

El rancho le fue entregado a El Rambo por un jefe de la plaza que era conocido como El Güero AFI o El Licenciado. Allí se concentraban, cada tres o cuatro semanas, grupos de 30 a 35 jóvenes que recibían un entrenamiento similar al de las tropas de asalto del Ejército Mexicano.

Los muchachos se levantaban temprano a realizar ejercicios físicos; después pasaban al campo de tiro, donde aprendían el manejo de armas cortas y largas; el cuchillo, la pistola 9 mm y el manejo del fusil M-16.

Posteriormente recibían técnicas de sometimiento de víctimas y de lucha cuerpo a cuerpo, para terminar con el manejo de vehículos blindados, la intercepción de objetivos en movimiento, la práctica de emboscadas al enemigo y el repliegue y salida de situaciones críticas de combate.

Les enseñaban también a bloquear vías de comunicación, incendiar vehículos y levantar “muros” y círculos de protección para realizar huidas en circunstancias de emergencia. Todos estos cursos los impartían El Rambo y el exmilitar colombiano de nombre Eddie, que había formado parte de los cuerpos de paracaidistas en su país y, posteriormente, había participado activamente en la formación de grupos de autodefensa o paramilitares en esa nación.

En el rancho había () varias casuchas alrededor, habitadas anteriormente por trabajadores y que hoy albergaban a los reclutas de El Rambo y Eddie: un grupo de 32 jóvenes sicarios, de origen mexicano y centroamericano… Tan sólo El Rambo, en un año, había entrenado en el rancho de El Mante a poco más de 350 participantes con métodos paramilitares.

Una tarde de julio de 2010, Iliana recibió una visita sorpresiva en su casa. Dos sujetos malencarados bajaron, frente a su domicilio, de una Lincoln Navigator negra. “¿Usted es la esposa de El Rambo?” () “Sí” () “Acompáñenos, por favor, al Hospital Universitario”. Los tipos la dejaron frente al Servicio Médico Forense de Ciudad Victoria y le pidieron que identificara si alguno de los seis cuerpos era el de su esposo.

Los seis estaban irreconocibles. Tenían la mitad superior del cuerpo totalmente quemada, como si les hubieran pasado un soplete. Finalmente dio con los tatuajes que buscaba: un alacrán en el tobillo izquierdo y una concha de mar en el derecho. Salió a encontrarse con los de la Lincoln negra…

“–¿Qué fue lo que pasó; quien lo mató?

“–Antier, un comando de la Marina reventó el rancho; la mayoría escapó, pero ellos seis no.”

Iliana hoy sólo tiene los dólares que le dio El Rambo durante tres años; el “seguro de vida” de La Compañía; dos hijos menores y una obsesión: “¿Quién me quitó a mi Rambo? Yo sé que andaba mal, pero no era para que el gobierno lo matara de esa forma, como un animal, con un lanzallamas (), para eso están las cárceles”.

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