“Ponte el capote, Fidel
Fidel, el capote….
Bueno…, Fidel, llueve,
ponte el capote, ¡ya!
Compañero Comandante:
¿Lo recuerda? Verdad Comandante, que ha de recordar usted aquel día.
El pueblo, su pueblo, lo protegía. Época de lluvias y huracanes en La Habana. Esa tarde había lluvias. Los huracanes llegaron luego.
En la Plaza de la Revolución dialogan el pueblo y usted.
Estaba naciendo, aquel 4 de febrero de 1962, en la Plaza de la Revolución, la Segunda Declaración de La Habana. Nacía la Revolución Socialista, y Cuba asombraba al mundo.
Atrás había quedado Playa Girón, Sierra Maestra y el Escambray.
El tren blindado de Santa Clara. El Moncada. El desembarco del Granma. Y La Historia me absolverá.
Cuba siempre asombró a todos. Pero ese día, usted, en nombre de la dignidad de negros, blancos y mulatos, desde el corazón de La Habana, con el puño en alto, avisó al mundo entero que en la tibia cintura caribeña de América latina despuntaba la Revolución de los pobres. De los iguales. De los que nunca había usado zapatos, gastado calcetines ni, sentados a una mesa, comieron en un plato dentro de una casa.
Habló en nombre de los que alimentaban a sus hijos con tortillas de borra de café, vestían andrajos y dormían en bohíos en las tinieblas de la enfermedad y la ignorancia. Los guajiros de anchas manos.
Los que morían sin saber de qué morían, como siempre habían vivido sin saber por qué vivían. Los que no sabían escribir ni el nombre de sus hijos, como nunca supieron escribir el nombre de sus padres ni el nombre de ellos mismos. Egoísmos de ignorantes poderosos del dinero, despreciaron siempre el poder de la fuerza del trabajo. Despreciaron la pobreza.
La Revolución triunfó para hablar en nombre de los nadie, de los que nunca fueron nada. Llegó para cobrarse con justicia cada una de las injusticias cometidas. Para cobrarse con cientos de médicos, maestros, escuelas, universidades, la ignorancia de infinitas generaciones olvidadas.
La Revolución había llegado a Cuba para quedarse. Para cambiar el corazón y la cabeza de su pueblo, pero también la de los oprimidos de todos los pueblos del mundo. Así, multitudes de explotados se dieron cuenta de que ese milagro no era asunto de altares ni del agua bendita.
Esa transformación es obra de la lucha. De la decisión de echarse a andar los caminos y encontrarse con el hambre, la corrupción, la entrega, la violencia, y decidirse a combatir hasta cambiar el eje de las viejas historias, transformando en dueños de sus vidas a los pueblos que siempre fueron objeto de vidas ajenas.
Usted, Comandante, no sólo condujo a su pueblo bajo la lluvia y el sol. Usted convocó a los pueblos de América, no al reparto de las conquistas, sino a organizarse para conquistar con sus vidas y sus muertes las condiciones para vivir una vida digna de ser vivida. No repartiendo sueños, sino creando realidades y transformando las bases económicas para construir sociedades justas, libres y solidariamente responsables.
Gracias Comandante por su vida. Gracias por su dignidad. Gracias también por haber sido compañero de luchas con el siempre querido Ernesto Che Guevara. Que lejos de recordarlo como argentino, lo señalamos como ejemplo en la tarea impostergable, larga tarea, que cambie la condición humana y logre al fin el Hombre Nuevo.
Seguiremos esperando sus mensajes para abrir brechas y cerrar injusticias bochornosas. En medio de tantos desencuentros, vejaciones, mistificación de ideas e ideales: verborrea empedernida, usted seguirá conduciendo el Granma de las conciencias y de la revolución verdadera. Del pensamiento y la acción de los pueblos y de los hombres del mundo que quieran de verdad ser libres.
La Historia lo ha absuelto, Comandante, hace ya muchos años. Y los pueblos de América y del mundo, en lucha, con el brazo en alto y de pie, le dan las gracias.
¡Viva el Socialismo! ¡Viva Cuba! Patria o muerte: ¡Venceremos!
Nota: Texto publicado hace algunos años pero que por su absoluta vigencia, compartimos con ustedes
¿Lo recuerda? Verdad Comandante, que ha de recordar usted aquel día.
El pueblo, su pueblo, lo protegía. Época de lluvias y huracanes en La Habana. Esa tarde había lluvias. Los huracanes llegaron luego.
En la Plaza de la Revolución dialogan el pueblo y usted.
Estaba naciendo, aquel 4 de febrero de 1962, en la Plaza de la Revolución, la Segunda Declaración de La Habana. Nacía la Revolución Socialista, y Cuba asombraba al mundo.
Atrás había quedado Playa Girón, Sierra Maestra y el Escambray.
El tren blindado de Santa Clara. El Moncada. El desembarco del Granma. Y La Historia me absolverá.
Cuba siempre asombró a todos. Pero ese día, usted, en nombre de la dignidad de negros, blancos y mulatos, desde el corazón de La Habana, con el puño en alto, avisó al mundo entero que en la tibia cintura caribeña de América latina despuntaba la Revolución de los pobres. De los iguales. De los que nunca había usado zapatos, gastado calcetines ni, sentados a una mesa, comieron en un plato dentro de una casa.
Habló en nombre de los que alimentaban a sus hijos con tortillas de borra de café, vestían andrajos y dormían en bohíos en las tinieblas de la enfermedad y la ignorancia. Los guajiros de anchas manos.
Los que morían sin saber de qué morían, como siempre habían vivido sin saber por qué vivían. Los que no sabían escribir ni el nombre de sus hijos, como nunca supieron escribir el nombre de sus padres ni el nombre de ellos mismos. Egoísmos de ignorantes poderosos del dinero, despreciaron siempre el poder de la fuerza del trabajo. Despreciaron la pobreza.
La Revolución triunfó para hablar en nombre de los nadie, de los que nunca fueron nada. Llegó para cobrarse con justicia cada una de las injusticias cometidas. Para cobrarse con cientos de médicos, maestros, escuelas, universidades, la ignorancia de infinitas generaciones olvidadas.
La Revolución había llegado a Cuba para quedarse. Para cambiar el corazón y la cabeza de su pueblo, pero también la de los oprimidos de todos los pueblos del mundo. Así, multitudes de explotados se dieron cuenta de que ese milagro no era asunto de altares ni del agua bendita.
Esa transformación es obra de la lucha. De la decisión de echarse a andar los caminos y encontrarse con el hambre, la corrupción, la entrega, la violencia, y decidirse a combatir hasta cambiar el eje de las viejas historias, transformando en dueños de sus vidas a los pueblos que siempre fueron objeto de vidas ajenas.
Usted, Comandante, no sólo condujo a su pueblo bajo la lluvia y el sol. Usted convocó a los pueblos de América, no al reparto de las conquistas, sino a organizarse para conquistar con sus vidas y sus muertes las condiciones para vivir una vida digna de ser vivida. No repartiendo sueños, sino creando realidades y transformando las bases económicas para construir sociedades justas, libres y solidariamente responsables.
Gracias Comandante por su vida. Gracias por su dignidad. Gracias también por haber sido compañero de luchas con el siempre querido Ernesto Che Guevara. Que lejos de recordarlo como argentino, lo señalamos como ejemplo en la tarea impostergable, larga tarea, que cambie la condición humana y logre al fin el Hombre Nuevo.
Seguiremos esperando sus mensajes para abrir brechas y cerrar injusticias bochornosas. En medio de tantos desencuentros, vejaciones, mistificación de ideas e ideales: verborrea empedernida, usted seguirá conduciendo el Granma de las conciencias y de la revolución verdadera. Del pensamiento y la acción de los pueblos y de los hombres del mundo que quieran de verdad ser libres.
La Historia lo ha absuelto, Comandante, hace ya muchos años. Y los pueblos de América y del mundo, en lucha, con el brazo en alto y de pie, le dan las gracias.
¡Viva el Socialismo! ¡Viva Cuba! Patria o muerte: ¡Venceremos!
Nota: Texto publicado hace algunos años pero que por su absoluta vigencia, compartimos con ustedes
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