Por Jesús Arboleya Cervera
LA
HABANA - Aunque apenas mencionado en las noticias relacionadas con el
evento, uno de los asuntos más relevantes de la recién finalizada
Asamblea Nacional del Poder Popular en Cuba, fue el anuncio de la
prioridad que le concede el gobierno a la “conceptualización del modelo
económico” que se aspira implantar en el país.
De
lo aprobado hasta ahora, pueden asumirse algunas premisas que estarán
contenidas en esta conceptualización: la empresa estatal como célula
fundamental de la economía, aunque coexistiendo con otras formas de
propiedad, cuyos niveles de capitalización estarán limitados por una
política progresiva de impuestos; la planificación como elemento rector
de la economía y su coexistencia con una ampliación del mercado interno
bajo condiciones de oferta y demanda; la descentralización
administrativa y el establecimiento de criterios básicamente económicos
para el funcionamiento de las empresas estatales y la adopción de un
código de trabajo que será discutido con todos los trabajadores.
Sin
embargo, es de suponer que esta conceptualización no se limite a
exponer criterios organizativos para el funcionamiento de la economía,
sino, tal y como se infiere de lo dicho por el presidente Raúl Castro,
de lo que se trata es de establecer las “principales líneas del
desarrollo sostenible”, con vista a dejar de pensar “solo en la
supervivencia” y esclarecer tanto las metas del país como la manera de
alcanzarlas.
En
definitiva, lo que se propone es diseñar un modelo para el sistema
socialista cubano partiendo de la realidad actual, lo cual, además de
constituir una necesidad vital para el país, sería un aporte que
enriquecería la actualización de la “teoría del socialismo”, puesta en
crisis como resultado de la debacle del antiguo campo socialista
europeo.
Hasta
entonces considerado por muchos el único modelo válido de “construcción
socialista”, al desaparecer la URSS, algunos anunciaron la muerte
definitiva de la alternativa socialista. No fue así, pero resulta
evidente que los proyectos socialistas actuales adolecen de una teoría
que le sirva de sustento al proyecto político, lo cual no solo dificulta
su implementación, sino la movilización del pueblo en función de su
realización.
En
el caso de Cuba, aún está pendiente un análisis objetivo de la
experiencia que constituyó su integración al campo socialista, ya que,
al margen de sus insuficiencias y errores, constituyó un intento
relativamente exitoso de cooperación entre países que se planteaban
funcionar bajo normas distintas a las impuestas por el orden capitalista
mundial y, bajo estas condiciones, la economía cubana alcanzó uno de
los indicadores más altos de América Latina, haciendo posible
universalizar el acceso a la educación, la salud pública y la asistencia
social, lo que originó un desarrollo humano sin parangón en el Tercer
Mundo, así como la certidumbre de las perspectivas del modelo, a partir
de la cual se articuló la resistencia que explica su supervivencia. Por
lo que se trata de un proyecto integracionista recuperable en muchos
sentidos.
Algunos
analistas enfatizan los defectos de este proyecto, el cual estuvo
condicionado por la implantación de tecnologías atrasadas, alto gasto de
combustible, poca productividad del trabajo y criterios igualitaristas
que frenaban los incentivos laborales; así como deformaciones
administrativas, generadoras de una inmensa burocracia, resultante de la
excesiva centralización estatal de la economía.
Aunque
tales problemas no dejan de ser ciertos y precisamente a resolverlos
están destinadas las actuales reformas, en mi opinión, eran superables
dentro del esquema integrador del mercado socialista, si ese mundo no
hubiera desaparecido como resultado de sus propias contradicciones, lo
que fue más consecuencias de errores políticos que de sus limitaciones
económicas, dando lugar a la crisis sufrida por Cuba en los años 90, lo
que originó la necesidad de transformar sustancialmente el modelo
económico existente en el país.
La
crisis, por demás, obligó a restringir el discurso político a las metas
de “salvar los logros del socialismo y preservar la soberanía
nacional”, objetivos legítimos en ese momento, pero, al extenderse en el
tiempo, generaron un vacío de expectativas particularmente nocivo para
el compromiso de la juventud, toda vez que no dejaba claro los objetivos
hacia el futuro y las normas socialistas que debían regir los avances
individuales y colectivos.
Está
claro que el socialismo cubano no puede ser concebido como antes se
concibió, pero esto no es un defecto, sino una virtud, ya que, aunque
desconocida por los dogmáticos, su adecuación a la práctica constituye
una virtud del socialismo. Ello implica que no tiene sentido pretender
un “modelo único” para el socialismo como sistema, sino que cada país
tendrá que adaptarlo a sus condiciones concretas y lo que cuenta es la
tendencia, un hecho esencialmente político, porque está demostrado que
la economía no se regula por si misma y ni siquiera el avance económico
garantiza las reformas sociales a las que aspira el sistema.
No
descubro nada al afirmar que en el avance hacia el desarrollo parejo de
la sociedad, solo alcanzable mediante una distribución social de la
riqueza y la formación de una conciencia colectiva respecto a sus metas,
radica la utopía del socialismo. El problema es cómo concretarlo, por
lo que creo que el aporte fundamental de Cuba a este empeño sería
demostrar su viabilidad y esclarecer sus principios básicos.
Sin
duda, ello constituirá un esfuerzo intelectual en el que tendrán que
involucrarse especialistas de muy diversas ramas del saber, pero no
cumpliría su cometido si la conciencia popular, mediante la activa
participación de todos, no lo convierte en un proyecto de vida para la
mayoría de los cubanos. De aquí la importancia política e ideológica
que tendría una adecuada “concreción del modelo económico cubano”, el
cual, por su propia naturaleza, debe constituir el proyecto para el
futuro de la nación.
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