Por Juan José Oppizzi
Me parece que a nadie le es ajena la frase del título. En especial a los habitantes de Hispanoamérica. Todos la hemos oído alguna vez asociada a señores de habla muy rebuscada, explicando cosas muy difíciles, que al poco tiempo se transformaban en situaciones muy fáciles de percibir: baja de sueldos, disminución de jubilaciones, quita de presupuesto educativo, merma en los recursos de salud pública. En estos días estamos oyéndola aplicada a una región del mundo que nadie, en los años noventa del siglo anterior, hubiera soñado: Europa. ¡Paradojas de la historia! La poderosa Europa, la que parecía haber hallado la solución a todos sus males, la que orgullosamente amplió la Unión, la que creó una moneda competidora del dólar (buen dolor de barriga para los EE.UU.), esa misma, ahora está repartiendo entre sus miembros las recetas que otrora el FMI se dignaba a obsequiar a los países del Tercer Mundo para que supuestamente entraran al Primero. Los pueblos de Portugal, España y Grecia (mañana tal vez sean otros) están probando cuán maravilloso es ese camino.
¿Por qué sucede esto? Hay varias causas. Una es elemental: la Unión Europea no es una federación basada en principios de solidaridad social ni en sistemas igualitarios, sino en un rígido orden corporativo, dictado por conglomerados económicos particulares. Por ejemplo, el libre empleo de los habitantes de los países integrantes del bloque (es decir, la posibilidad de que cualquiera acceda a un trabajo en cualquiera de las naciones) es una cínica herramienta de los países más poderosos para tomar mano de obra baratísima proveniente de los menos favorecidos. A su vez, en naciones como Polonia, Eslovenia o Bulgaria se ha formado –de la mano de lamerones partidos de derecha– una mentalidad que considera óptimo seguir el derrotero (nunca mejor aplicado el sonido de esa palabra) de los estados de Europa Occidental.
La crisis ya es innegable; no sirve de nada echarle la culpa a la inmigración africana o latinoamericana. Y hay algo más que a quienes pensamos de modo diferente –o sea: a quienes no nos tragamos la píldora capitalista– nos inquieta: que partidos autodenominados “socialistas” hayan sido, justamente, los encargados de ejecutar al pie de la letra las órdenes de la burocracia establecida en Bruselas. Los gobiernos de Portugal, España y Grecia han bajado la cabeza y han aplicado planes sideralmente ajenos a cualquier ideario que lleve, siquiera apenas, el título de “socialista”. Creo que a esta altura, esos partidos deberían elegir entre dos opciones: o cambiarse el nombre o tener algo de dignidad y resistir los disparates que les imponen aquellos centros despiadados de poder.
Supongo que serán muchos los que a esta altura se preguntarán qué sentido tiene el seguir perteneciendo a la Unión Europea; ¿qué males mayores han de sufrir si se niegan a acatar los siniestros dictados que les aseguran años de penurias? El salvataje que les proporcionan los cuantiosos préstamos otorgados por el FMI y por los bancos centrales de los patrones de la UE, Alemania y Francia, no es para el grueso de la población; son transfusiones a las grandes empresas; esas corporaciones se dan el lujo de extorsionar a los estados, amenazándolos con quiebras y despidos de trabajadores. Aquí, en mi país, Argentina, padecimos el engaño monstruoso de los noventa, durante el cual los portavoces neoliberales nos decían que fuera de sus dogmas estaba el abismo; y luego vimos que ése era el abismo.
En Europa se aprecian movimientos de protesta. La mayoría de la gente no está de acuerdo con las medidas que toman sus gobiernos. Sin embargo, la trampa del sistema es demasiado compleja; la burocracia combate las rebeldías: las disuelve a través de los entramados electorales o con los bastones policiales. Falta –y quizá no está lejos– llegar al punto en que los cuestionamientos adquieran dimensión totalizadora. Tal vez ese punto sea la conciencia de que el capitalismo europeo al fin se ha quitado la máscara; ahora es El Capitalismo a secas, dueño de haciendas y personas, señor metálico de la vida y de la muerte.
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