Por Carlos Rodríguez Almaguer.
“La virtud es callada en los pueblos como en los hombres.” José Martí
Desde el primer día de enero de 1959, cuando se confirmó la huida del tirano Batista y el pueblo cubano lanzado en masa a las calles de ciudades y pueblos de la isla conjuró la intentona golpista tramada la víspera bajo el auspicio del embajador yanqui en La Habana, comenzó a cumplirse aquella afirmación hecha por Martí al iniciar su artículo “La campaña española”, publicado en Patria el 28 de mayo de 1892: “La guerra no ha cesado en Cuba: sólo ha cambiado de formas.”
Ya venía, sin embargo, encubierta por la forma pública de la lucha armada, tanto en tiempos de Martí como en los de Fidel, haciendo su labor subterránea, la guerra despiadada entre los que han querido siempre a Cuba libre y los que, a cambio de las monedas de los césares de turno, han querido mantenerla clavada en la cruz del vicio y la deshonra.
La historia de las luchas que la virtud cubana ha librado a cielo descubierto ha recibido siempre la más alta atención de los historiadores, se recoge en los libros y se enseña en las escuelas. A la historia silenciosa y útil que esa misma virtud ha escrito en la sombra a través de los ejércitos del sacrificio, todavía le faltan varios capítulos y muchas horas/clase.
¡Cuánta gloria callada o ignorada habita entre nosotros cada día! ¡Cuánto héroe silencioso camina a nuestro lado acaso sin que nos demos cuenta! ¡Cuánto acto sencillamente heroico se realiza por hombres y mujeres de esta isla inmersos en su cotidianidad, sin el menor alarde ni aspaviento! ¿Y todavía quieren los enemigos de los pueblos que nos convenzamos de que la épica ha pasado de moda, que el héroe existe solamente en los libros de historia y en las páginas de los Cómics, y que no tenemos otra alternativa que hundirnos en lo que un amigo ha llamado la “lírica de la alienación”? Cada día se revela ante los pueblos una verdad patente: la historia se estudia en los libros pero se escribe en el aquí y el ahora que rodea a cada uno de nosotros.
Hace más de diez años que cinco jóvenes nos enseñan cómo es verdad que la virtud puede pasar de conocimiento a práctica, a hábito, hasta convertirse en naturaleza. ¿Cuántos nombres, en este medio siglo, ha tenido entre nosotros esa silenciosa virtud, que es en sí misma bella en las palabras pero que sólo puede alcanzar su verdadero esplendor cuando ha pasado del estremecimiento y el discurso al crisol de la práctica y se ha concretado en hechos?; ¡cuántos otros tendrá todavía, cuando tanta virtud aún callada sea develada un día cualquiera de los próximos años, y cuántos que, tal vez, no conoceremos nunca! Cuánto hombre o mujer, en la mayor de las soledades, ha purgado la angustia del peligro o la nostalgia de la separación para cumplir con el deber imprescindible de “resistir, por los campos oscuros del enemigo, su obra de desavenencia y destrucción,” como escribiera Martí en el artículo señalado…
La virtud cubana es una e indivisible como el pueblo que la encarna, no importa si ayer se llamó Anahuac, Alejandro, David, Orión y hoy se la llame Emilio o Vladimir, en cualquier época los que la defendemos a la luz del sol, entre discursos y consignas o en la fragua cotidiana de cada labor, habremos de tener presente que a los muchos argumentos que nos asisten para nuestra lucha, tenemos que agregarle un argumento más, el de los hombres y mujeres que en la sombra, disfrazando y ahogando sus propios sentimientos, saben ponerse de raíz de la gloria patria soportando por ello las más de las veces el rechazo de aquellos por cuya protección sacrifican honores y aplausos cotidianos, hasta el día en que la necesidad o el cumplimiento del deber asignado hagan posible el homenaje a tanta voluntad, y reciban entonces la gratitud y el cariño del pueblo generoso que los engendró porque en su sacrificio y su virtud se reconoce y crece.
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