Me gustaría compartir en esta entrada un ejemplo extraordinario del por qué es necesario saber tomar la ventaja, mentir y llevarte lo que haya. Es el fragmento (casi un capítulo completo) del libro Bonsai de Christine Nöstlinger, si te interesa te recomiendo leerlo de jalón, todo completo, es más impactante.
Llegue a la conclusión de que la creatividad humana, independientemente de si se trata de dibujar, escribir, componer música, bailar o cualquier otra cosa, se acaba al ingresar al colegio. Y eso no pasa sólo con los talentos inspirados por las musas, sino también con la capacidad de pensar, porque esta necesita la fantasía. Los colegios son, simplemente, la institución estatal donde entrenan a los hombres en la mediocridad. Entonces se me ocurrió la expresión más adecuada para definirlos: “máquinas trivializadoras”. Cuando estaba pensando en eso, refunfuño la profesora Kieferstein:
- ¡Sebastián, bájate de las nubes y atiende!
Yo le contesté:
- Está bien, señora maquinista trivializadora.
Hice el comentario sin mala intención. Ella arrugó la ancha frente y me preguntó:
- ¿Qué dijiste?
Obediente, repetí, aunque esta vez con menos inocencia; ella duplicó las arrugas de la frente y solicitó:
- Por favor, aclárame qué quieres decir.
Le expliqué en voz alta qué estaba pensando, mientras se enrojecían su frente arrugada, sus mejillas y su quijada, y sólo la nariz afilada seguía blanca; entonces aulló:
- ¡Salte de la clase! ¡Salte!
No me deje decir eso dos veces. Tomé el periódico, me despedí de mis compañeros y de la enrojecida maquinista trivializadora, salí del salón, me acurruqué en el ancho borde de la ventana frente a la puerta y seguí mirando el tonto pasquín.
Pero entonces, ¿Quién viene ahí, contoneándose por el corredor de la escalera? ¡El consejero de la corte, el director de la institución! Extraño que el hombre camine por el colegio, porque pesa ciento cincuenta kilos, repartidos sobre todo en la cabeza y el tronco.
…
- Sebastián, ¿por qué no estás en la clase?
El conoce a pocos alumnos por el nombre, sólo a aquéllos de los que se tiene que ocupar con frecuencia por las quejas de los profesores. Mi nombre lo conoce bien.
Le explique que la profesora Kieferstein me había sacado de la clase y le pregunte si le estaba permitido hacerlo.
No sé si tenía la intención de contestarme, porque la puerta del salón se abrió y la profesora se asomó. Oyó que algo pasaba en el corredor y quería inspeccionar. Entonces vio al jefe, se le acercó y, manoteando, le informó de impertinencias que ella no tenía por qué soportar, pues no iba a dejarse pisotear de muchachos brutos. Aparecieron lágrimas en sus ojos, dijo algo sobre la tensión alta, me habló, estrello su índice contra mi pecho, y vociferó:
- ¡Encima de todo, no sonrías con impertinencia!
Me incomodo el afilado dedo índice de la profesora Kieferstein en el esternón. Me incomodó todavía más que al gritar escupía, y las gotas de saliva tenían tan largo alcance que me mojaban las mejillas. Quise escapar de ellas y del dedo índice y me eché hacia atrás. Si el vidrio de la ventana sobre el cual me apoyé no hubiera tenido ya una gruesa grieta desde el extremo inferior izquierdo hasta el extremo superior derecho, no habría pasado nada. Pero como estaba rajado desde hacía varias semanas, se partió. Y como se mantenía desde hacía años asegurado al marco con un mínimo de masilla, zumbó con estrépito camino al patio del colegio. Por el rabillo del ojo vi que ya no quedaba ni el más mínimo pedazo de vidrio en el marco de la ventana y que no había riesgo de lastimarse. Por lo tanto, me eché todavía más hacia atrás y saqué el cuerpo por la ventana.
…
…el director y la profesora Kieferstein perdieron los estribos. Los oí resoplar y sentí dos tipos de dolor en mis muslos: en el derecho uno que presionaba, en el izquierdo uno que punzaba. Como me di cuenta más tarde, los dedos chapuceros del director producían el dolor por presión, y los dedos afilados de la profesora Kieferstein producían la punzada.
…
Ya no estábamos los tres, sino todos los de la clase, en un semicírculo alrededor nuestro.
… (el director se fue, Sebastián entro al salón, la maestra también)
La profesora carraspeando, yo mirándola fijamente, todos los demás mirándome a mí, hasta que sonó la campana del recreo. La profesora se levantó y dijo:
- ¡Sebastián, tú vienes conmigo!
Caminé obediente junto a ella hasta el primer piso, a la dirección.
…
- ¿Le dio el ataque por culpa tuya? –me preguntó la secretaria, sin antipatía.
- Si así fue –le contesté yo-, no era mi intención.
La secretaria abrió uno de los cajones del escritorio, sacó una bolsa de papas fritas y me la ofreció. La tomé, le di las gracias y me comí todas las papas, hasta las migajas saladas del fondo. La campana había anunciado hacía rato el final del recreo, pero detrás de la puerta no se movía nada. En lugar de eso se abrió la puerta del corredor y la separada (así le decía Sebastián a su mamá) se precipitó en la Dirección. Saludó a la secretaria, señaló la puerta de la oficina del director y dijo:
- Anúncieme. ¡Soy la doctora Busch! –y con un movimiento salvaje señaló-: ¡Soy la madre de este muchacho!
- ¿Te llamó el director? –le pregunté-.
Ella me preguntó en voz baja:
- Tú no querías lanzarte por la ventana, ¿o sí? …
Estaba desconcertado. ¡Nunca se me habría ocurrido que pudieran atribuirme intenciones de suicidio! Murmurando, le aclaré el carácter inofensivo del suceso. Ella se quedó callada, una sonrisa hermoseó su rostro áspero, me apretó brevemente la mano y me dijo en voz baja:
- Hijo, que eso haya sido así, va a quedar entre nosotros dos. De ahora en adelante no vas a hablar ni una sola palabra, ¡y yo me encargo de todo!
…
La profesora Kieferstein salió. Iba a cruzar el salón en dirección al corredor, pero la separada la detuvo.
- Doctora Kieferstein -dijo con una voz que por lo común se designa como cortante-, ¡mejor aclaramos este asunto estando presentes todos los implicados!
La llevó de regreso a la oficina del director y yo caminé detrás. Como si fuera la anfitriona, mi mamá nos indicó a la profesora y a mí donde sentarnos.
Habló de una manera que no me permitía salir de mi asombro.
Para comenzar, dijo, no demandaría al colegio.
Tomaría demasiado tiempo exponer su discurso en detalle, pero se podía concluir de éste que el colegio, por incomprensión, había llevado a un muchacho frágil al borde del suicidio. Además, había infringido sus obligaciones tutelares ya que, según las leyes de la educación, no es permitido expulsar a un alumno del salón de clase. Por lo demás, eran evidentes las carencias pedagógicas del establecimiento, tema que interesaría a muchos periódicos. Pero ella estaba en capacidad de entender que por sobrecarga de trabajo algunos profesores cometieran errores, de modo que por esta vez el asunto había salido bien. Borrón y cuenta nueva. Yo la oía y pensaba: “O al director le va a dar el ataque de asma mientras ella habla, o le va a dar cuando grite que no va a aguantar sus impertinencias”. ¡Increíble! Casi sumiso, el hombre le alargó a mi madre su manito cuando ella terminó de hablar, y la profesora Kieferstein hizo lo mismo. Y ambos asintieron cuando mi mamá opinó que el día me había traído suficientes emociones, que yo necesitaba calma y me iba a llevar a la casa.
- ¿Por qué hiciste eso? –le pregunté en la puerta del colegio.
- Porque se presentó la oportunidad -me dijo con una risa sarcástica-. ¡Hay que aprovechar siempre lo que hay! –la acompañe a su automóvil dos calles más adelante-. Fue un caso espectacular –continuó-. Si no les hubiera demostrado que habían armado un lío, ellos me habrían demostrado a mí que tú lo habías armado.
¿Te queda claro?
- Sí –murmuré impresionado, y le abrí la puerta del auto. Creo que hasta le hice una venia cuando se subió.
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