Por Luis Toledo Sande*
En
el Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba, que aprobó los
Lineamientos para encauzar reajustes vitales en el país, el presidente
Raúl Castro planteó la necesidad de limitar la duración de la
permanencia de los cuadros en los más altos cargos nacionales, y anunció
que él mismo daría el ejemplo en el cumplimiento de esa norma. Además,
en aquel y en otros foros relevantes arremetió contra la corrupción, que
el Comandante en Jefe Fidel Castro había señalado, por encima incluso
de la hostilidad imperialista, como un mal capaz de derrocar al proceso
que dio a Cuba independencia nacional y justicia.
Con
respecto a ese tema el general Raúl Castro no se quedó en desaprobar
cierta corrupción “menor” más o menos generalizada, sino que arremetió
contra los bandidos de cuello blanco aspirantes a adueñarse del país. Un
hecho de tanta gravedad tendrá lugar central en las preocupaciones por
las cuales, de modo tajante, planteó que las leyes deben castigar con la
correspondiente severidad a quien se corrompa, sea quien sea. Queda
claro, pues, el llamamiento a aplicar tan necesaria vara de medir a
quienes se desempeñen en todos los niveles de dirección del país, con
independencia de su biografía y del aval que tengan, aunque una y otro
se valoren como proceda en un juicio legal y moralmente equilibrado.
En
Cuba parecía impensable que se limitara el tiempo de permanencia en
altos cargos, dada la costumbre de ver a la nación bajo la guía de una
dirección histórica, en la cual se daban por resumidas las mejores
intenciones y la mayor entrega a las necesidades de la patria heredada y
de la sociedad en construcción. Y aunque no estuviera escrito, en el
espíritu de una Revolución legítima que triunfó por la vía armada
parecía arraigarse el concepto según el cual dicha limitación era propia
de la llamada democracia burguesa.
Pero
desde los primeros momentos la Revolución reconoció como su autor
intelectual a José Martí, quien, lejos de ignorar la democracia conocida
en su tiempo, señaladamente en las entrañas del monstruo, repudió sus
manquedades sinceramente, y no solo en teoría. Obra suya, las Bases del
Partido Revolucionario Cubano, fundado por él, fijaron normas que bajo
su dirección se cumplieron: elecciones anuales y dirigentes sometidos al
control de los electores, ante los cuales debían rendir cuenta
periódica.
En
general, la permanencia ilimitada en un cargo -sobre todo si es de alta
jerarquía- puede favorecer nociones y prácticas que el propio Martí
condenó en “Nuestra América”, ensayo cardinal que desbordó el tema de la
independencia política. En ese texto sostuvo que, para defender de
veras a los humildes, se requería afianzar un “sistema opuesto a los
intereses y hábitos de mando de los opresores”: no solo rechazar los
intereses de estos, sino también la herencia de sus hábitos en el
ejercicio del poder. Además, la permanencia ilimitada en los cargos, no
solo en los de mayor nivel, puede generar una inercia paralizante por el
exceso de confianza en la autoridad de la cual se está investido, y por
la pérdida de acertados reflejos creativos frente a los movimientos de
la realidad, siempre cambiante.
Añádase
que la autoridad administrativa, y dentro de ella la gubernamental,
incluye facultades en el manejo de recursos, y en ese camino se puede
llegar a la pérdida de barreras entre el buen uso del mando y su
distorsión, tanto como -salvo tal vez en casos de honradez y voluntad
misional proverbiales- entre el buen empleo de los recursos y su
utilización caprichosa, para no hablar de posibles inmoralidades. Hasta
la “legitimación por méritos”, o de manera especial ella, puede generar
torcimientos fatídicos, si la autoridad desemboca en desafueros que
quien los comete llega a considerar expresiones naturales de sus
prerrogativas, y la población los acepta como atributos propios del
mando.
¿Qué
decir si la autoridad se enreda con el sentido de casta -tendencia que
parece universal en la especie humana- y la contamina el germen de la
corrupción? A las deformaciones posibles en quien dirige se unirá
entonces la complicidad de los dirigidos u ocupantes de puestos
intermedios que aspiren a recibir beneficios, o pretendan llegar ellos
mismos a posiciones que les faciliten obtenerlos. Agréguense pizcas de
otros ingredientes parecidos, o concomitantes, y estarán servidas la
impunidad y el nepotismo, y rejuegos con sesgo mafioso, para solo
mencionar algunas de las aberraciones contrarias a un proyecto que se
proponga cultivar la justicia social, aspiración entorpecida o impedida
por el individualismo y la herencia de siglos de desigualdad en el
mundo.
La
actualización que se plantea para el modelo económico cubano está
abocada a lo que, dado el afán de rectificar hipertrofias centralistas
implantadas en especial desde 1968, pudiera considerarse una especie de
nueva ofensiva revolucionaria en otra dirección. La plausible voluntad
de no subrayar el peso de la propiedad privada, independientemente de su
tamaño, puede mover a preferir términos como cuentapropismo y
cuentapropista; pero la verbalización no basta para impedir los efectos
prácticos de la realidad, más terca que el lenguaje, y a la larga, si no
a la corta, más influyente que él. Ni siquiera de las cooperativas hay
que esperar un sentido de colectivismo comparable con el buscado a base
de la socialización que se intentó a partir de aquel año, y sobre cuya
relativa, real o supuesta inoperancia, así como sobre las causas de
esta, habría mucho que decir, e indagar.
Para
hacer frente al crecimiento del individualismo -que puede prosperar
asimismo con el uso ineficiente o corrupto de la propiedad social- se
necesita fomentar una plena cultura revolucionaria, que no solo
concierne a lo gremial o ministerialmente llamado cultura, sino a los
más profundos conceptos y a las prácticas sustanciales de la existencia y
la conducta diarias. Aunque el bolchevique Lenin no esté de moda,
conviene recordar su concepto de moral socialista, que él no veía como
cuestión de moralina o mojigatería, herencia de tabúes medievales, sino
como la actitud y el pensamiento de respeto a la propiedad social.
Tratándose
de un proyecto justiciero como el que debe seguir identificando al
experimento cubano, quien dice propiedad social dirá también utilidad
colectiva de los bienes. El desiderátum atañe también a los recursos que
sean patrimonio privado y deban dar a la nación no únicamente el
beneficio trazado por la política tributaria, sino el de la honradez,
norma que el país necesita que florezca en todos los órdenes, y que en
el ejercicio de la autoridad estatal únicamente se puede ignorar so
peligro de desastre. La propia contribución al fisco se desangra si los
encargados de controlarla e inspeccionarla subordinan su responsabilidad
a la obtención de ganancias personales, egoístas, basadas en el soborno
y la connivencia, males que están lejos de ser fantasmagorías
imaginadas.
Cuidar
los recursos sociales, entre ellos los derivados de la práctica
tributaria, es una responsabilidad de las instituciones y autoridades
gubernamentales y estatales, que no producen los bienes y los servicios,
sino dirigen su producción y los administran. En cambio, tienen
especiales responsabilidades con la nación, con el pueblo, y en
particular con la masa de trabajadores, que son quienes en realidad
producen, crean.
En
todos los niveles, la responsabilidad de esas instituciones y
autoridades debe estar sujeta a control, a fiscalización, tareas,
también vitales, cuyo cumplimiento resulta inviable sin la consagración
de quienes asumen la misión de dirigir y administrar. En ese terreno
compete a la participación popular un papel fundamental, decisivo, que
los hábitos burocráticos y los interesados en mantenerlos pueden
entorpecer o impedir, con las costosas consecuencias que de ello cabe
esperar para el país, o que están a la vista.
La
mera existencia de los mecanismos y los funcionarios encargados de
luchar contra la corrupción -por muy bien estructurados que estén los
primeros, y muy bien preparados los segundos- no basta para que esa
lucha se libre como lo necesita el país. Urge asegurar y desarrollar,
con educación, vigilancia y leyes, y castigo cuando sea menester, una
moral colectiva que los desequilibrios económicos y los malos manejos
administrativos pueden quebrantar gravemente, minándola hasta diluirla
en la resignación y la complicidad, cuando no en la comisión directa y
consciente de prácticas corruptas.
Si
el concepto no fuera algo así como un espacio ocupado, y viciado por
orígenes e interpretaciones de diversa índole, cabría decir que se
requiere una cultura de revolución permanente. Para evitar confusiones,
dígase que en un proyecto como el cubano, máxime en las actuales
circunstancias, es cuestión de vida o muerte sembrar y fomentar cada vez
más una cultura revolucionaria de la honradez y la eficiencia, virtudes
que deben marchar juntas. Sin ellas, ¿adónde iría a parar el país, a
qué manos?
No
hay que pretender la honradez de ángeles etéreos, a los que en la
tierra acabarían robándoles las alas, ni la eficiencia en el sentido que
a esa meta vital pudieran imprimirle tecnócratas y pragmáticos,
desentendidos de la médula social de un proyecto justiciero que también
debe atender los requerimientos de la economía. Pudiera parecer cosa
sencilla, pero es sumamente compleja. Contra su logro actúan intereses y
rutina, picardía e inercia, en una trama que abarca el conjunto de
resortes que la sociedad necesita para funcionar y generar la actitud,
los bienes y los servicios indispensables para la buena marcha nacional.
De
ahí la importancia de castigar legalmente -según corresponda- a quien
incurra en la corrupción, sea quien sea. Igualmente, sea quien sea debe
responder por las consecuencias de las decisiones que tome en el
ejercicio de la autoridad de la cual esté investido, y más aún si las
toma explayando sus prerrogativas personales en detrimento de la
estructura institucional que, empezando por la Constitución, el país
debe cuidar a todos los niveles. Así como incluso en los más altos
cargos la permanencia de un cuadro, sea quien sea, debe estar sujeta a
límites -sin creer que ello basta para lograr lo que la nación
necesita-, el dirigente o funcionario ha de responder por los resultados
de sus decisiones, sea quien sea.
No
basta valorar las intenciones y el esfuerzo personal, pues las
circunstancias, por lo general mutantes y ariscas, pueden entorpecer en
gran medida el éxito de una decisión dada. Pero se debe hacer la
valoración justa que cada caso requiera o merezca, y determinar en qué
medida han causado estragos el voluntarismo, la tozudez, el
desconocimiento de los factores con que se ha de contar, tanto como la
falta de previsión o la insuficiente vigilancia que cada quien debe
mantener en las funciones a su cargo. Tras más de medio siglo
potenciando, con grandes esfuerzos e inversiones, los niveles de
instrucción de la ciudadanía, hay motivos y derecho para valorar también
con rigor el peso de la ignorancia, o la falta de preparación, en el
incumplimiento de las tareas.
No
es cuestión de promover persecuciones asfixiantes, ni tampoco de
menospreciar los daños que por error, acomodo a las prerrogativas,
autoritarismo o desidia alguien cause al país en su desarrollo y su
destino a largo plazo, o en la cotidianidad. Ello puede ocurrir en el
terreno de la conducción política, o en frentes más específicos, dígase
por ejemplo una industria o servicios vitales, para no hablar de los
valores imprescindibles si se busca cimentar la civilidad y la ética en
el funcionamiento social. Se habla de elementos fundamentales -o que se
relacionan directamente con ella- en la cultura de un país, si se quiere
que de veras esta sea revolucionaria, aún más si se pretende que
alcance el grado requerido para cultivar desde las raíces la justicia
social y la felicidad del pueblo.
También
en ello se requiere el debido cambio de mentalidad, el cual no se
conseguirá sin incluir la adecuada proporción en el cambio de mentes.
Por muy brillante y creativo que sea, y muchos méritos que tenga, nadie
se libra de los designios de la biología y de lo permitido por el
cuerpo, único soporte para la instalación del cerebro y sus
ramificaciones. Pretender otra cosa puede convertir los propósitos
emancipadores en consignas, candor estéril o trivialidad repetitiva,
mientras apremia que cada ciudadano, sea quien sea, cumpla plenamente
las responsabilidades propias de su cometido individual, de su papel
como parte de una colectividad dada y del país todo, así como sus
derechos y deberes de reclamar el mejor funcionamiento de instituciones y
autoridades, y velar por él.
Sin
la generalización de esa actitud -que es profundamente un hecho
cultural y no puede confiarse a la espontaneidad ni a las meras
convocatorias verbales, aunque sean sabias? no podrán cumplirse
satisfactoriamente los llamamientos hechos por el Comandante en Jefe de
la Revolución y por el actual presidente de los Consejos de Estado y de
Ministros y primer secretario del Partido. Es necesario pensar con
intensidad, con sentido de urgencia, no solo considerando el presente,
sino, todavía más, con vistas al futuro, que está en juego.
(Detalles en el órgano, XIII)
Publicado en CUBARTE, el 2012-09-14
Imagen agregada Foto Ismael Francisco CUBADEBATE
Enviado por su autor:
*Filólogo
e historiador cubano: investigador de la obra martiana de cuyo Centro
de Estudios fue sucesivamente subdirector y director. Profesor titular
de nuestro Instituto Superior Pedagógico y asesor del Legado Martiano en
los planes de enseñanza de Cuba; asesor y conductor de programas
radiales y de televisión. Jurado en importantes certámenes literarios de
nuestro país. Conferencista en diversos foros internacionales; fue
jefe de redacción y luego subdirector de la revista Casa de las
Américas. Realizó tareas diplomáticas como Consejero Cultural de la
Embajada de Cuba en España. Desde 2009 ejerce el periodismo cultural en
la Revista Bohemia.
Entre los reconocimientos que ha recibido se halla la Distinción Por la Cultura Nacional.
Atiende el Blog Artesa
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